
TRON: Ares llega quince años después de TRON: Legacy con esa sensación rara de franquicia que nunca termina de irse pero tampoco sabe muy bien a dónde volver. Es una película que se presenta como evolución, como salto adelante, pero que en el fondo vuelve a jugar exactamente las mismas cartas, solo que ahora iluminadas en rojo intenso. Más rojo. Mucho rojo. Si Legacy era azul frío y elegante, Ares es un club nocturno digital permanente, como si alguien hubiera decidido que la mejor forma de diferenciarse fuera subir el regulador de color hasta el tope.
La historia es tan simple que casi se puede explicar sola mientras miras los neones de fondo. Ares, el nuevo programa interpretado por Jared Leto, es una entidad poderosísima diseñada como sistema central, pero condenada a una existencia limitada fuera de la Red. Veintinueve minutos y adiós muy buenas. A partir de ahí, la película se construye alrededor de la búsqueda de un código creado por Flynn que permitiría a los programas existir de forma permanente en el mundo real. Y ya está. No hay giros especialmente interesantes, no hay un misterio que te agarre ni una progresión dramática que te haga sentir que el viaje importa demasiado. Es la misma estructura de siempre: programa que quiere ser más humano que los humanos, corporación que quiere usarlo como arma y una reflexión sobre la vida artificial que se queda en frases solemnes y miradas intensas.
Hay, eso sí, un pequeño guiño para los veteranos de la saga: un cameo puntual que remite directamente a la TRON original de 1982. Es un detalle breve, casi anecdótico, de esos que funcionan más como caricia nostálgica que como verdadero elemento narrativo, pero que se agradece por recordar de dónde viene todo esto, aunque no tenga un peso real en la historia.

Jared Leto cumple, pero también juega en piloto automático. Su Ares es solemne, atormentado, como casi todo lo que interpreta últimamente. Funciona como presencia, como icono, como figura central, pero el personaje nunca termina de desarrollarse de verdad. Se nos dice quién es, qué siente y qué desea, pero rara vez lo vemos evolucionar. Los personajes en general están ahí para cumplir funciones narrativas muy claras y muy básicas, rozando el estereotipo. Evan Peters, como Julian Dillinger, es quizá el que más se divierte, repitiendo ese villano cruel y arrogante que domina a la perfección, aunque tampoco tenga mucho margen para sorprender. Más decepcionante es Gillian Anderson, completamente desaprovechada en un papel casi anecdótico que parece existir solo para justificar un apellido y poco más.
Donde la película no falla, eso sí, es en el apartado técnico. Visualmente es un espectáculo continuo. El diseño de producción es impresionante, las motos, los trajes, las arquitecturas digitales y, especialmente, la integración del mundo virtual con el real están ejecutados con gran detalle técnico. Hay planos realmente potentes, momentos pensados para ser contemplados más que narrados. En ese sentido, TRON: Ares es coherente con el ADN de la saga: cine que entra por los ojos antes que por la cabeza.

El gran problema de la película es que insiste en explicar y desarrollar cosas que no necesitaban explicación. El salto del mundo digital al real siempre fue una licencia fantástica que aceptábamos sin hacer demasiadas preguntas, y aquí se intenta racionalizar con reglas, tiempos límite y consecuencias que no terminan de tener sentido ni aportar profundidad. A cambio, se pierde parte de ese espíritu de aventura cibernética que tenía Legacy, por muy superficial que fuera. Lo que queda es una especie de reflexión existencial de manual, bastante edulcorada, muy Disney, con discursos sobre identidad, humanidad y libre albedrío que suenan más a obligación temática que a verdadera inquietud creativa.
Al final, TRON: Ares es una película floja si hablamos de historia y personajes, claramente inferior a Legacy en carisma y magnetismo, aunque técnicamente sea incluso más ambiciosa. Es cine pensado para ser mirado y escuchado, no tanto para ser sentido o recordado. Un espectáculo visual impecable, con efectos especiales de primer nivel y una banda sonora adecuada, pero con un guion tan simple y unos personajes tan poco trabajados que da la sensación de que se podría haber hecho mucho más con este universo.
