
20 de noviembre de 1971
23:06h
Casino del New Frontier, Las Vegas
Los cinco amigos franceses, después de tres días deambulando por Las Vegas, ya se habían pateado las salas de los casinos más conocidos y, ahora, ya estaban empezando la segunda ronda de apuestas. Con un Jacques Dubois eufórico a la cabeza, todos se habían envalentonado y ya no tenían ningún miedo a quedarse sin dinero. No solo porque esa ya fuera la idea inicial, sino porque gracias las magníficas partidas de Jacques, parecía que fueran invencibles. No importaba a qué estuviera jugando, blackjack, poker, la ruleta o los dados, Jacques siempre tenía la suerte de su lado.
—Me siento como si estuviera en el cielo —afirmó entusiasmado mientras recogía las ganancias de su última tirada a los dados y se encaminaba al siguiente juego, con la confianza de que no podía perder.
—En algún momento acabará tu suerte —le recordó René, casi como si fuera la voz de su consciencia… que en parte era cierto. Era el amigo sensato, aquel al que todos pedían consejo en momentos difíciles y el que se anticipaba a los problemas, y gracias a ello más de una vez a lo largo de sus vidas se habían librado de alguna de buena.
—No seas aguafiestas —le espetó Henri—, deja que el chico disfrute, además, gracias a él cubriremos nuestras perdidas y nuestro regreso no será tan vergonzoso.
Los demás rieron.
—Está bien, está bien —dijo René alzando las palmas de sus manos en señal de rendición—, me callo. Ya veremos como resolvemos los problemas que seguro que tendremos en su debido momento.
Jacques se acercó a él y lo cogió por los hombros.
—Te noto tenso, amigo —le dijo con una sonrisa en los labios—, no tienes de que preocuparte, tengo la suerte tan de cara que siento que nada puede salirme mal. Podría hacer cualquier cosa.
Pierre, así como los demás, estaba atento a la conversación e intervino en la conversación.
—¿Cualquier cosa? —le preguntó a Jacques.
—Cualquier cosa —respondió el interpelado.
Pierre miró a sus compañeros y con una sonrisa maliciosa dijo:
—A que no tienes huevos de secuestrar un avión y conseguir un rescate a cambio.
Todos lo miraban y cuando terminó, cual partido de tenis, dirigieron sus pupilas hacia Jacques mientras mantenían la respiración.
—¿Secuestrar un avión?
—Sí, un avión. Lo comentamos durante el vuelo desde París, que debido a las pobres medidas de seguridad, secuestrar un avión era incluso más fácil que robar un coche.
—Que lo hiciéramos en en el frente no quiere decir que ahora pudiéramos —intervino René, preocupado por el cariz de la conversación.
—No, no, no —lo cortó Jacques—. Pierre tiene razón, es demasiado fácil. No nos preguntaron nada cuando embarcamos en París, confían solo en la bondad de la gente. Cualquiera con malas intenciones podría hacerse con un avión.
—¿Lo dices en serio? —preguntó René.
—Al cien por cien —aseguró Jacques.
Entonces René miró a sus amigos y se vio como los nervios le estallaban.
—¿Nadie más va a intentar impedir esto
Los demás no respondieron.
—Estás todos locos, rematadamente locos.
Y refunfuñando desapareció entre la multitud, seguramente, encaminándose hacia su habitación de hotel, dónde aislarse del mundo.
Los demás siguieron su camino hacia el foso de blackjack del New Frontier.
Jacques y Pierre iban hombro con hombro.
—Entonces, ¿la apuesta va en serio? —preguntó Pierre.
—Por descontado. Hagamos lo siguiente, si logró secuestrar un avión, me quedo con todos mis beneficios, nada de sacas comunes. Si, por el contrario, no lo consigo, como seguramente estaré detenido o muerto, os quedáis todo mi dinero a repartir a partes iguales. ¿Os parece bien?
Los demás no dijeron nada, solo asintieron, sin embargo, al cabo de unos segundos, un Henri un tanto preocupado dijo:
—Solo te pido una cosa, Jacques. —El bretón hizo una pausa para asegurarse que todos lo escuchaban y añadió—: Nada de violencia ni de heridos, ¿de acuerdo?
—Por quién me tomas, querido amigo, aquí dónde me vez soy todo un caballero. El Arsène Lupin de los secuestros.
Inevitablemente, todos estallaron en carcajadas por la pantomima de Jacques que, de inmediato, los invitó a seguirlo hacia la siguiente apuesta.
***
24 de noviembre de 1971
19:40h
Aeropuerto de Seattle-Tacoma
Casi dos horas después del aterrizaje en Seattle del vuelo NWA 305, el capitán recibió la orden de despegar desde la torre de control.
—Vaya a decirle al secuestrador que dentro de poco despegaremos.
Mientras el capitán, el copiloto y el ingeniero lo disponían todo para la maniobra de despegue, como lo hacían siempre para cualquier vuelo, Tina salió de la cabina y miró hacia el fondo del avión, pero se sorprendió al ver que el secuestrador no estaba en su asiento, como siempre lo había visto, sino que, por primera vez, estaba de pie, de espaldas a ella, examinando los paracaídas.
—Estamos a punto de despegar, señor, ¿necesita algo más? —preguntó.
Cooper giró sobre sus talones y la miró.
—No, no, gracias —respondió un poco distraído, pero antes de volver a lo que estaba haciendo, añadió—: Y, por favor, no salga de la cabina hasta que aterricemos en Reno.
—De acuerdo y… gracias.
—¿Por? —preguntó sorprendido Cooper.
—Por no hacer estallar la bomba.
—Soy un secuestrador, no un asesino —respondió él—. Además, todas mis peticiones han sido satisfechas, sería de locos hacer estallar la bomba ahora. ¿No cree?
Ella no dijo nada, simplemente sonrió y regresó sobre sus pasos.
Ese fue la última vez que Tina o cualquiera de los otros miembros de la tripulación del NWA 305 vería o escucharía a Dan Cooper. Después, cerró las cortinas de la primera clase y la puerta de la cabina, para dejar al secuestrador a solas en la cola del avión.
Tal y como el capitán le había dicho, pocos minutos después, ese Boeing 727 que estaba haciendo muchos más kilómetros de los que se esperaba aquella noche, maniobró hasta la pista correcta y despegó.
***
22 de noviembre de 1971
12:17h
Restaurante del Dunes, Las Vegas
Aunque René estaba absolutamente en contra de que la apuesta entre Pierre y Jacques se llevara a cabo, al final había tenido que ceder y reunirse con sus amigos, ya que no podía desperdiciar sus vacaciones en Las Vegas. Sin embargo, no perdía ocasión de sacar el tema y de intentar hacer recapacitar a los demás, como sucedía en aquel preciso instante en el que estaban tomándose un descanso de las apuestas y las fiestas para disfrutar de una agradable comida de calidad.
—Estoy de acuerdo contigo Jacques, el monto de ganancias que has conseguido es increíble y te mereces llevártelo todo, sin tapar ninguno de nuestros agujeros. Pero no hace falta que hagamos una apuesta de este tipo para acordarlo, lo hablamos, somos amigos de toda la vida, no hace falta hacer ninguna estupidez y…
Jacques le hizo un gesto para que callara.
—No, no, ya lo hemos hablado. Una apuesta es una apuesta. Además, no solo creo tener la suerte de mi parte, sino que tengo un plan infalible que me permitirá regresar a casa sin un rasguño.
René lo interrogó con la mirada, alzando una ceja con suspicacia.
—No me mires así, lo tengo todo clarísimo. Mañana a primera hora alquilaré un coche y me iré al norte, tanto como pueda. Compraré un billete bajo un nombre falso para un vuelo corto y, en cuanto despegue, amenazaré a la tripulación para conseguir un rescate.
—¿Ese es todo tu plan? —preguntó Emmanuel—. Ni tan siquiera llega al nivel de idea básica.
—Bueno, vale, me falta perfilar un par de detalles. Pero tengo el elemento clave que me permitirá salir con vida.
—¡Ah, sí! ¿Cuál? —preguntó René, incrédulo.
—Muy simple, lo único importante es el tipo de avión, deberá ser un Boeing 727.
—¿Por qué ese modelo? —inquirió Pierre.
—¿Por qué? ¿Es que a caso ya no recordáis cuando saltábamos en paracaídas a pocos metros de altura sobre la jungla durante la guerra?
Fue como si todos tuvieran una revelación al recordar las incursiones que habían llevado a cabo durante la guerra unos quince años atrás.
René se frotó el rostro.
—Estás loco. ¿Y cómo pretendes «amenazar» a la tripulación? ¿Con un arma?
—No, solo quiero demostrar que se puede hacer, nada más. Por eso tiene que ser algo más sutil. Pero todavía no lo sé —afirmó con una media sonrisa en el rostro.
—Está como una regadera, ¿o es que no lo veis?
Los demás no respondieron directamente a la pregunta, sino que dieron respuestas vagas, gestos y gruñidos como contestación. Solo Henri dijo algo que fue comprensible.
—No preocupes, René, yo iré con él hasta donde sea que quiera ir. Me ocuparé que no haga ninguna locura y que sea lo más sensato posible… dentro de las posibilidades.
René parpadeó sin poder creerse lo que estaba viviendo y, sin saber qué hacer, se ocupó del plato de carne asada que tenía frente a él.
***
24 de noviembre de 1971
17:46h
Aeropuerto de Seattle-Tacoma
A pesar de la situación que mantenía en vilo a la tripulación del vuelo NWA 305, lo cierto es que el trayecto había transcurrido en absoluta normalidad y sin que ningún otro pasajero notara que estaba sucediendo nada extraordinario. Lo único extraño fue que cuando se acercaban a su destino el capitán notificó lo siguiente por los altavoces del aparato:
—Les habla el capitán. Debido a unos problemas técnicos en el aeropuerto nos vemos obligados a permanecer en el aire hasta que se nos autorice tomar tierra. Muchas gracias.
Lo que nadie sabía era que los «problemas técnicos» eran tener margen de tiempo para reunir el dinero y los paracaídas solicitados por el secuestrador y llevarlos hasta el aeropuerto.
Así, unas dos horas después, se llevó a cabo la maniobra de aterrizaje y se estacionó el aparato en una zona apartada y poco iluminada de la pista. Momento en el que todo lo que había permanecido calmado volvió a la vida.
—Dígale al capitán que apague las luces del interior del avión, por favor —solicitó el secuestrador a Tina—, y en cuanto nos notifiquen de que el dinero y los paracaídas han llegado a la pista, salga a por ellos.
La azafata asintió y comunicó las órdenes. Poco después, un vehículo del aeropuerto de Seattle llegaba al lado del aparato y Tina salió al exterior por las puertas frontales mediante una escalera móvil. A pie de pista hubo el intercambio y, poco después, la azafata regresaba al lado del secuestrador cargada con la bolsa con el dinero y los paracaídas, ante la atónita y sorprendida mirada del resto de pasajeros.
El secuestrador comprobó el contenido de la bolsa y después de asegurarse de que era dinero de verdad y que no había ninguna trampa, dijo:
—Muy bien, que los pasajeros abandonen el aparato ordenadamente junto con las otras dos azafatas. Solo se quedarán en el aparato el capitán, el copiloto, el ingeniero y usted. ¿De acuerdo?
Tina asintió, abandonó el asiento y fue hacia la cabina. Un instante después, Florence Schaffner y Alice Hancock, por orden del capitán, invitaban al pasaje a salir del aparato.
Todo transcurrió en la más completa normalidad, salvo por el hecho de que en el interior del aparato, sin levantarse de su asiento, permaneció un pasajero, el que se había registrado bajo el nombre de Dan Cooper.
En cuanto el último pasajero abandonó el avión y las autoridades se alejaron del aparato, dejando a solas el avión con sus cinco ocupantes, Tina se reunió de nuevo con el secuestrador.
—Mientras dure el repostaje —dijo Cooper en cuanto la tuvo al lado— y después de que la puerta del avión se haya cerrado de nuevo, quiero hablar con el capitán y su tripulación para planificar el resto del viaje.
Tina lo interrogó con la mirada pero no replicó, cogió el teléfono y habló con la cabina:
—El señor Cooper desea hablar con ustedes.
—Que venga a la cabina y…
El secuestrador, que podía oír lo que decía el capitán, lo interrumpió:
—Lo lamento, pero no voy a abandonar mi asiento —puntualizó el secuestrador—. Deseo que sean ellos los que vengan a hablar conmigo.
A regañadientes, el capitán Scott y sus hombres accedieron, una vez más, a las peticiones del secuestrador y fueron a hablar con él a la última fila del aparato.
—¿Y bien? ¿De qué quiere hablar? —preguntó Scott un tanto molesto.
—Como todo en esta noche, todo será muy sencillo si siguen mis instrucciones —dijo Cooper dándole una calada a su quinto cigarrillo de la noche sin perder la calma—. Volaremos a 170 nudos, a una altitud de 3000 metros, con los trenes de aterrizaje desplegados y los flaps a 15 grados.
—Eso es una soberana estupidez —explotó Rataczak, haciendo que los demás se alarmaran por si el secuestrador se enfadaba ante aquella reacción—. Con esa configuración de vuelo no haremos mucho más de 1.500 kilómetros.
Por un instante, Cooper hizo algo que sorprendió a todos: se quitó las gafas de sol, momento en el que todos pudieron ver su rostro completo, así como el color de sus ojos. Las limpió y, durante ese momento, preguntó:
—Entonces, ¿qué me recomiendan?
Los oficiales de vuelo intercambiaron miradas y, sin decir nada, también palabras.
—Si quiere llegar hasta Ciudad de México con esa configuración, lo mejor sería hacer un repostaje en una ciudad que estuviera a una distancia intermedia —dijo Rataczak.
—¿Cómo cuáles? —inquirió Cooper volviendo a ponerse las gafas.
—Por la distancia, seguramente, las mejores opciones serían Phoenix, Yuma o… Sacramento, ¿no? —dijo el copiloto esperando la aprobación de los demás, que asintieron una vez hubieron hecho los cálculos mentales.
Cooper se terminó el quinto cigarrillo que hacía rato que se consumía solo en el cenicero y preguntó:
—¿Reno también sería una opción?
La tripulación del NWA 305 volvió a intercambiar miradas entre ellos, hasta que todas se fijaron en Rataczak, a la espera de que este respondiera.
—Sí, es tan buena como los demás.
—Entonces no hay más que hablar —sentenció el secuestrador—. Tracen un rumbo y avisen a quien tengan que avisar para que el repostaje en Reno se haga de la forma más eficiente posible.
Los demás se miraron y comprendieron que debían emprender el vuelo de nuevo, asintieron con la cabeza y se alejaron de la fila dieciocho del avión, tan solo fue Tina Mucklow la que se quedó al lado del secuestrador.
—Para esta parte del vuelo no hace falta que me haga compañía, señorita, vaya con sus compañeros y, capitán —dijo, haciendo que Scott se girara para mirarlo—, deje la cabina sin presurizar, por favor.
Los cuatro miembros de la tripulación lo miraron sorprendidos, pero acataron las órdenes. Desde la torre de control les comunicaron que para seguir la ruta Vector 23, debían esperar a que la despejaran, así como preparar el aeropuerto y los dos cazas que los escoltarían.
—¿Por qué los cazas? ¿Pretenden derribarnos? —preguntó el ingeniero Anderson.
—No, solo observaran dónde saltará —dijo el capitán Scott mientras comprobaba que todo estuviera listo para emprender el vuelo de nuevo.
—¿Saltar?
—Claro, los paracaídas y no presurizar la cabina es para poder abrir las escaleras de popa y saltar por ellas.
—¿De verdad cree que lo hará? —preguntó Tina.
—Eso parece —respondió el capitán, casi como si fuera ajeno a toda aquella situación—. Ahora solo nos falta esperar.
