
Si hay una película que demuestra que el espacio no es un sitio al que quieras ir de vacaciones, esa es Alien, el octavo pasajero. Ridley Scott nos trajo en 1979 un clásico absoluto del terror y la ciencia ficción que, más de 40 años después, sigue siendo igual de intensa, aterradora y visualmente espectacular. Es una de esas películas que marcan un antes y un después, que definen un género y que, aunque la hayas visto mil veces, te sigue enganchando como la primera.
La clave de Alien no es solo su monstruo, sino la atmósfera opresiva que construye desde el primer minuto. Toda la acción transcurre en la Nostromo, una nave industrial que más que un lugar de trabajo parece una trampa mortal flotando en el vacío. La iluminación es mínima, los pasillos son angostos, hay tuberías goteando y ventilaciones que no inspiran confianza. Sin duda es el peor sitio donde podrías estar si hay un depredador suelto, y la película lo aprovecha al máximo.
Desde el momento en que la tripulación encuentra aquel huevo en el misterioso planeta LV-426, el suspense empieza a subir como la temperatura en una sauna. Sabes que algo horrible va a pasar, pero la película se toma su tiempo en dejar que la tensión se cocine a fuego lento. Cuando finalmente la criatura entra en escena, todo se convierte en una pesadilla sin escapatoria.

Y aquí es donde Alien se convierte en algo especial. Ese bicho no es un alienígena más, es una obra de arte del horror. Creado por el artista suizo H.R. Giger, el xenomorfo tiene un diseño que parece sacado de una pesadilla: alargado, oscuro, silencioso, inteligente y con una boca secundaria que te hace desear no estar cerca de él. No es solo que dé miedo; es que su forma de atacar es brutal, silenciosa y despiadada. No necesitas verlo demasiado para sentir su presencia, porque cada vez que aparece alguien muere.
Y luego está su ciclo de vida, que es de lo más perturbador jamás visto en el cine: primero un huevo, luego un parásito que te agarra la cara, después una larva que estalla desde dentro de tu pecho y, finalmente, la criatura adulta, que es una máquina de matar perfecta. Es una evolución que no solo aterra por lo gráfica, sino porque parece algo tan alienígena y a la vez tan orgánico que es imposible no quedarse impactado. Y por si fuera poco, su sangre es ácido que deshace todo lo que toca dejando agujeros que no sabes donde terminan, y eso en una nave espacial también es muy peligroso.

Si hay algo que Alien hizo bien fue darle el protagonismo a Ellen Ripley, interpretada en su momento por una desconocida Sigourney Weaver. En una época donde los protagonistas de películas de terror solían ser torpes o tomar malas decisiones, Ripley es todo lo contrario: inteligente, fuerte y con un instinto de supervivencia brutal. Lo mejor de su personaje es que no se siente forzada. No es la típica heroína de acción con frases épicas y escenas exageradas. Ripley simplemente sobrevive porque es la más lista del grupo, porque se adapta a la situación y porque no deja que el miedo la paralice. Su enfrentamiento final con el xenomorfo, donde usa su ingenio para deshacerse de él en el último segundo, es el broche de oro a su evolución como personaje.
A diferencia de muchas películas de ciencia ficción que dependen demasiado de los efectos especiales de su época y envejecen mal, Alien sigue viéndose increíble hoy en día. Esto se debe a que la película usó efectos prácticos, miniaturas y un diseño de producción impresionante. No hay CGI exagerado ni pantallas verdes evidentes; todo lo que ves se siente real, desde la Nostromo hasta el propio alien. Esto unido al uso de la iluminación y el sonido es otra razón por la que la película funciona tan bien.
En definitiva Alien, el octavo pasajero es un peliculón. No solo fue revolucionaria en su época, sino que sigue siendo una referencia obligatoria cuando se habla de terror en el cine. Es una de esas películas que todo el mundo debería ver al menos una vez, por todo lo que representa. Porque en el espacio: nadie puede oír tus gritos.