
Si hay una película que demuestra que las secuelas pueden no solo estar a la altura del original sino redefinirlo por completo, esa es Aliens: El regreso, de James Cameron. En 1986, el director de Terminator decidió tomar el testigo de Ridley Scott y no mirar atrás. Donde Alien: El octavo pasajero era terror claustrofóbico, Aliens es una montaña rusa de acción, pero sin traicionar jamás las raíces de la saga. Y lo más impresionante: lo hizo sin repetir la fórmula, sino reinventándola.
Cameron sabía que no podía competir con el suspense puro de la primera entrega, así que cambió las reglas del juego. La Nostromo quedó atrás, y volvimos al planeta LV-426, ahora convertido en un infierno devorado por xenomorfos. Esta vez no viajamos con técnicos asustados, sino con un escuadrón de marines coloniales armados hasta los dientes, creando sin saberlo los clichés que veríamos después en muchas pelis de acción con soldados —el simpático, el fuertote, el informático, la tipa dura, el gracioso—. Pero aquí funcionan, porque no son parodias: son soldados que van de sobrados… hasta que les estalla el infierno en la cara.
La atmósfera ya no es solo opresiva, es directamente asfixiante. Cameron no da tregua: cada pasillo humeante, cada pitido de los sensores de movimiento, cada sonido gutural en la lejanía… Todo está calculado al milímetro para que sientas que estás allí, atrapado con Ripley y su improvisada familia de soldados que se van desmoronando uno a uno. Y entre todo ese caos, emerge ella: la teniente Ripley, Sigourney Weaver en estado de gracia, que deja de ser la superviviente astuta del primer filme para convertirse en una madre coraje del espacio, en la heroína definitiva.

Y es que si Alien fue la coronación de Ripley como personaje, Aliens la consagró como mito. No es solo que dispare, que pelee, que se enfrente a la Reina Alien enfundada en un exoesqueleto en una de las escenas más icónicas del cine. Es que lo hace desde la emoción, desde el dolor contenido. Y en Newt, la única superviviente, encuentra una segunda oportunidad. Esa conexión tan humana, sencilla y poderosa, es el corazón que late bajo la metralla, el humo y la baba ácida.
El guion no solo está pulido como el cañón de un rifle, sino que evita todos los atajos narrativos que arruinarían secuelas posteriores. Aquí no hay experimentos con ADN ni xenomorfos inteligentes con capa y corona. Aquí lo que hay es codicia humana —Burke, ese burócrata rastrero que representa lo peor del capitalismo espacial—, hay desconfianza (Bishop, el androide que nos recuerda que no todos son Ash) y hay un mensaje muy claro: jugar con fuego alienígena tiene consecuencias. Que los aliens sean considerados armas biológicas no es solo un giro interesante: es un eco de la Guerra Fría, del miedo al control, a lo incontrolable.

Visualmente, Aliens es un espectáculo. La banda sonora de James Horner, aunque con sus tics habituales, funciona a la perfección, elevando la tensión con un ritmo casi marcial. Y los efectos especiales… puro cine artesanal: maquetas, animatrónica, sudor y látex. Nada de CGI, solo talento y oficio. La Reina Alien es una maravilla técnica y su duelo final con Ripley, un clímax que sigue poniendo los pelos de punta. Porque esto no es solo acción: es cine en estado puro.
En resumen: Aliens: El regreso no es solo una gran secuela, es un manual de cómo continuar una obra maestra sin traicionarla. Es ciencia ficción con agallas, con cerebro y con alma. Es tensión, emoción, espectáculo y personajes inolvidables. Es una película que, como Terminator 2, no solo sobrevive al paso del tiempo, sino que lo desafía. Y es una razón más para no querer ir al espacio… porque allí no solo no pueden oír tus gritos. Allí no te dejan ni respirar.