La antorcha se estaba apagando mientras la sostenía en sus temblorosas manos. Bajo ellas, percibía la madera calentada por la frágil llama que se tambaleaba en lo alto, que a la vez caldeaba, tristemente, su cuerpo tremuloso al sentirse calada hasta el tuétano. La constante y persistente lluvia, que caía sobre sus hombros, la había empapado por completo.
Esa mañana el sol no había amanecido. A decenas de metros bajo las copas de los altos árboles de aquella espesa jungla, el cielo, oscurecido por unas compactas nubes, había ensombrecido todo cuanto la rodeaba. Al avanzar, los chapoteos de sus pisadas en el riachuelo, se confundían junto al son del repiqueteo de las gotas de aguacero sobre su superficie del agua, sin embargo, sabía que aquello no era suficiente para pasar desapercibida en aquella desolada jungla. Algo la seguía. Había oído sus aullidos desde que había abierto los ojos. Aquellos ruidos habían sido el motivo por el que, cuando su reloj le indicó que ya era de noche, decidiera no acampar y seguir avanzando entre la densa maleza, mientras rogaba por llegar a cualquier lugar habitado que pudiera haber en aquel inhóspito lugar.
Sobre ella notaba el fruncir de las hojas, frotándose unas con otras, movidas por algo que no se dejaba ver. A su alrededor no había dejado de escuchar unos extraños aullidos, que a veces estaban más cerca, y otras más lejos. No pudo reconocer aquellos llantos macabros que ululaban entre los gruesos troncos del sotobosque. Solo sabía que, lo que fuera que la seguía, la estaba haciendo temblar como nunca nada ni nadie lo había hecho.
Cuando de su linterna eléctrica, tras horas empuñarla, emanaron unos inquietantes parpadeos, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, haciéndola temblar, esa vez, de terror. Con manos temblorosas había cogido un tronco, se había arrancado la camisa y la había enrollado en un extremo; y, con el alcohol de su pequeño botiquín y unas cerillas húmedas, la había convertido en una antorcha. Fue durante esos instantes, en los que el último atisbo de luz civilizada se estaba diluyendo, cuando los aullidos fueron más cercanos. Más continuos. Más aterradores. Cuando el fuego prendió la tela, una poderosa llama rojiza se bamboleó a pocos centímetros de su cara, secándole el empapado y aterrado rostro.
Después y a su pesar, la lluvia la había seguido acompañando, por lo que no fue una sorpresa que la llama, en la que había puesto todas sus esperanzas, empezara a menguar amenazadoramente de tamaño, advirtiéndola de que, pronto, volvería a quedarse sola en la oscuridad, únicamente acompañada por el millar de ruidos nocturnos de la jungla y, lo que era peor, aquellos aullidos tan poco alentadores. Inquieta, aceleró el pasó. Se dirigía río abajo, pero hacía horas que había perdido el norte y no era capaz de detenerse a comprobar la brújula que llevaba en su mochila.
Atraídos por la cada vez más débil luz, los aullidos dejaron de titubear y, a partir de entonces, se oyeron cada vez más fuertes. Más amenazadores. Más terroríficos. Al sentir como algo se movía a su espalda, y llevada por un impulso instintivo, giró sobre sus talones empuñando la cada vez más inútil antorcha, para descubrir un frondoso arbusto que parecía haberse movido. Nerviosa, empezó a sacudirse y a dar vueltas sobre sí misma, esperando que, con ello, los dueños de tan horripilantes aullidos se alejaran… Pero no fue así. Al contrario, los bramidos se intensificaron, se multiplicaron y se acercaron a tal distancia, que creyó sentir las vibraciones de las cuerdas vocales que los producían.
Tensa y asustada, clavada en mitad de la aquella desapacible jungla, solo pudo acercarse la tea a su cara con manos temblorosas y rezar para que, todo aquello, no fuera más que una horrible y vívida pesadilla. Sin embargo, la llama menguó, su calor se disipó y, finalmente, la antorcha se apagó.