
Empiezo escribiendo estas líneas en el ocaso de un invierno poco gélido. Una vez más, la primera de las estaciones ―cuyo fin ha llegado raudo sin acceder, al menos en mi caso, tiempo para la reflexión y el silencio― ha distado mucho de aquellas temperaturas bajas que nuestro clima y nuestra forma de vida agradecían tanto hace tan solo un par de décadas. Sinceramente, ya no sé qué hacer con mis bufandas y kefias, y aquellos tiempos en los que mi madre me abrigaba con capas y capas de telas lanudas para ir al cole me parecen tristemente lejanos y remotos.
Sigo redactando estas líneas en el término de un invierno que poco ha dado de sí. Cuando esta crítica sea publicada, ya llevaremos dos días oficiales de una primavera que ha llegado antes de tiempo, soez y osada, y que, inevitablemente, huele a junio. Junto con las flores y las escasas poblaciones de abejas supervivientes, los romances por las tardes, las chaquetas colgadas de la cintura y las cañas en terrazas en horas cada vez menos intempestivas por fin tendrán consentimiento y podremos disfrutar de ellas sin pensar que algo lógico no iba bien.
Redacto estas líneas pensando en un verano que se ve venir de lejos. Esas jornadas estivales en las que «leer libros, transcribir música e ir a bañarse al río» ―como responde Elio (Timothée Chalamet) en una de las primeras secuencias de Call me by your name a la acertada pregunta de Oliver (Armie Hammer) «¿Qué se suele hacer por aquí?»― son lo único permisible. Y es que, como muy bien sintetiza ―vagamente― Elio en el inicio de ese mismo diálogo, «Esperar que el verano acabe» debería ser nuestra única premisa durante todo el estío, no sin dejar de exprimir hasta el límite cada uno de los instantes que esa gozosa estación nos regala.
Call me by your name es una preciosa oda, como precariamente intenta ser este escrito, al disfrute de las actividades que componen el verano idílico de todo joven ―ya que, en la película de Guadagnino, la longevidad de sus personajes es un factor determinante―. En el filme conoceremos la historia de Elio y Oliver, dos jóvenes que decidirán compartir su tiempo y sus cuerpos en un verano que, desgraciadamente, tiene un fin.
Elio, un adolescente «prematuro» de tan solo diecisiete años, será el encargado de mostrar al hospedado Oliver ―un maduro doctorando que poco sabe leer o comprender a los grandes teóricos― las actividades y pasatiempos de una bucólica zona rural indeterminada del norte de Italia. Ir a nadar hasta la caída del sol, dormitar junto a una charca fresca, acabar beodo, bailar pegados ―o dejándose llevar sin miedo al ridículo― en verbenas, escalar montañas virginales, practicar el coito o gritar el nombre del prójimo ―o el propio― a los cuatro vientos. Es inevitable que tras ver Call me by your name no nos hayamos prendado y nos hayamos enamorado del verano o de los apasionados romances que podemos disfrutar en él, de irremediable fecha de caducidad.

Sin embargo ―y aquí es cuando, amado lector, vienen los lloros y las condolencias―, como nos enseñó el chocolate Nestlé todo lo bueno se acaba, y el verano no es una excepción. Cuando el verano finaliza llegan el otoño y el invierno, dispuestos a llevarse por delante toda la euforia de la estación estival. Entonces llegan las largas jornadas en casa, el tiempo compartido con la familia, las relaciones amorosas menos frenéticas, las prácticas tradicionales de carácter religioso o litúrgico y el tiempo para la reflexión y la meditación. Los árboles frutales se despiden de sus afrodisíacos tesoros, los ríos embravecidos ven detenido y congelado su cauce y el cuerpo y la mente se llenan de arrugas añorando un tiempo ya pasado. Juventud, divino tesoro.
Los cuerpos aún inmaculados y lozanos son cubiertos por una segunda piel que los esconde; las bicicletas que antes nos llevaban por senderos montañosos o nos hacían visitar la fiesta del pueblo vecino acompañadas por los cantos corales de cigarras y grillos ahora nos dirigen a clases insulsas o puestos de trabajos precarios que poco nos pueden ofrecer; y las mochilas que llenábamos de libros y ganas de comernos el mundo se ven ahora abarrotadas de apuntes y conocimientos que olvidaremos poco después del examen que nos aguarda. Si el verano es pasión, euforia, libertad, ilusión y oportunidades, el invierno es serenidad, madurez, introspección, sensatez, nostalgia y amargura.
Ultimo estas líneas siendo consciente de que un gran verano me espera. Gracias a obras maestras como Call me by your name o Estiu 1993 (Carla Simón, 2017), nuestros inviernos se convierten en tiempos menos hostiles y más habitables, aunque igual de hirientes. Y es que, otra maldita vez, los naranjos han florecido en febrero.