
Hay películas que, de alguna forma, te impregnan y te hacen desear vivir en su mundo, en el universo en el que se desarrollan sus historias. Lugares amables para el espectador. ¿A quién no le gustaría vivir en Oasis y buscar huevos pascua todo el día como los protagonistas de Ready Player One (Steven Spielberg, 2018)? ¿O corretear por las calles y los cines del barrio de Roma como un infante Cuarón? ¿Pasar el verano en una casa de campo de un bucólico paisaje mediterráneo como en Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017) o Estiu 1993 (Carla Simón, 2017)? Si un mérito tiene la obra de la que hablamos hoy, Calle Cloverfiel 10 (Dan Tachtenberg, 2016), es que consigue que deseemos convivir con sus carismáticos personajes y, simultáneamente, huir de ese espacio atroz lo más rápido posible.
Tras un accidente automovilístico, Michelle (Mary Elizabeth Winstead) se despierta encadenada en un búnker regentado por un despótico exmarine (interpretado por John Goodman) que la retendrá en el refugio en contra de su voluntad. Su carcelero justificará su estancia forzada en el búnker en una hipotética inhabitabilidad de la superficie debido a un ataque de carácter nuclear.
Lo que a priori se nos plantea como un claro ambiente cargado de hostilidad —la exhortativa convivencia con un lunático que fantasea con la exterminación de la vida humana en el exterior— se convierte progresivamente en un hogar en el que la convivencia no solo es posible sino, también, disfrutable. Y gran parte de la culpa la tendrá el tercero en concordia: Emmett (John Gallaghr Jr.), un afable bobalicón que ayudó a Howard a construir el refugio y se vio encerrado en él una vez iniciada la hecatombe.
La relación entre los tres personajes protagonistas es la piedra angular de la secuela de Monstruoso. Individualmente, aunque basados inicialmente en tópicos —Michelle como la mujer fuerte y valiente; Emmett como el típico imbécil que siempre nos cae bien y Howard como el antagonista con buen corazón—, el avance del metraje nos mostrará capas y capas de complejidad, transformándolos en personajes sólidos y completamente verídicos, cercanos. Sin embargo, serán las relaciones establecidas entre los tres el concepto más destacable en la película: la imposibilidad de salir al exterior obligará a los caracteres a convivir en un espacio inicialmente opresivo, a tender lazos entre sí, a contar anécdotas alrededor de la mesa o a invertir su eterno tiempo en extensas partidas a juegos de mesa. Es decir, a vivir. A encontrar un hogar en un búnker posapocalíptico puramente funcional.

Y realmente esta sería una crítica a medias si nos dejáramos en el tintero al cuarto personaje principal de la película y seguramente el verdadero protagonista de Calle Cloverfield 10: el búnker. Y esto no supone ninguna sorpresa si conocemos cuál iba a ser el título original del filme antes de que J. J. Abrams decidiera poner sus manos sobre el proyecto: The Cellar («El sótano»). El refugio goza de un gran carisma y es que llega a brillar con luz propia debido a la gran ironía que destila: encontramos una alfombra que reza «Welcome» tras las pesadas puertas de entrada —para evitar la radiación—, cuadros donde las palabras «Home sweet home» han sido bordadas con ganchillo o una cortina con un dibujo de un inofensivo patito amarillo para la ducha/baño del maniático Howard. Siendo conscientes de que en la superficie ha fallecido toda la población norteamericana, la situación es digna de chiste.
Si realmente Calle Cloverfield 10 se convierte una película divertida y amena para el espectador no será solamente por su carácter humorístico mediante la ironía o por la acogedora cotidianidad. La tensión es un factor muy importante en esta obra, ya que está controlada de una forma magistral. Aparecerá de forma intermitente en la narración para recordarnos que nadie está seguro en el refugio y aumentará gradualmente a medida que vayan descubriéndose los secretos ocultos en los recovecos del sótano. En muchas ocasiones no la veremos venir y disfrutaremos mucho cuando llegue a su punto climático. Y será su fluida compaginación con escenas cómicas la que la harán más contundente. Y esto es así, pocas obras me han hecho reír y sentir tanto agobio como ha hecho Calle Cloverfield 10.
Acercándonos al final de la crítica valdría la pena que habláramos, también, del desenlace del filme; posiblemente su mayor «pero». Si hubiera de definir el final de la obra en dos palabras serían «indigno» e «inmerecido». Qué lástima que una película de tan buena calidad termine con una pésima conclusión —injustificada argumentalmente— para conectarse con el rancio universo de la saga Cloverfield. Sé que ya he comentado esto en las críticas de Monstruoso (Matt Reeves, 2016) y The Cloverfield Paradox (Julius Onah, 2018), pero, a sabiendas de repetirme más que el allioli, me reiteraré una vez más: relacionar forzadamente tres obras tan dispares para generar una saga tan vacía e insulsa es un error garrafal. Y seguramente sea en este caso concreto el que más me duela, ya que Monstruoso funciona muy bien por sí sola y The Cloverfield Paradox es un montón de basura.
Desconozco hasta qué punto esto ha sido beneficioso para generar agitación entre la comunidad y asegurar una mayor fijación en una película que podría haber pasado tan desapercibida si no se hubiera visto alterada por Abrams. Dicen que la avaricia mató al gato. Y en, este caso, un final bochornoso se cargó a una película realmente decente. Sin ningún lugar a dudas, una verdadera lástima.