
Si en El Padrino la Ley Seca había pasado, en Camino a la perdición —o Road to Perdition, el nombre de un lugar y no la situación derrotista que nos plantea el título en español— se centra en los temidos años de la Gran Depresión americana y la prohibición del comercio de alcohol, en los que el conocido Al Capone hacia temblar a la policía. Rock Island está dominada por la mafia irlandesa, liderada por John Rooney, un temido hombre de «negocios» que saca beneficio de todo, y sus terribles y leales secuaces, entre los que se halla Michael Sullivan, tal vez uno de los más fieles empleados de Rooney, y gracias a ello vive a cuerpo de rey con su mujer y sus hijos. La relación que existe entre jefe y empleado es casi como de padre e hijo, algo que no gusta a Connor, auténtico hijo de Rooney, que es una decepción constante para su padre. Todo va bien hasta que el hijo de Michael presencia un asesinato a manos de Connor, entonces los Rooney se ponen en guardia por miedo a que el joven Sullivan confiese y los lleve todos a la cárcel, empezando por Connor. Es en ese momento en que se decide perseguir y acabar con los Sullivan para evitar que se destape el pastel, pero Michael no permitirá que su hijo sufra por lo que él ha hecho, y querrá evitar a toda costa que los mafiosos pongan la mano encima a su retoño. Por su parte, y para evitar males mayores, John Rooney decide contratar a un asesino a sueldo para acabar con Michael, y así evitar errores como los cometidos por su hijo.
El origen de esta magnífica y atípica historia de gangsters está en una novela gráfica de Max Alan Collins y Richard Piers Rayner, elaborada en blanco y negro y que en su momento sirvió para tener el guion y el storyboard del film. ¿Por qué digo atípica? Porque normalmente el jefe mafioso nunca persigue a su secuaz número uno para matarlo, siempre encuentra la manera de que se haga perdonar o se lo carga de un tiro a la primera de cambio y sin dudarlo; pero aquí los lazos que unen a Rooney y Sullivan son demasiado fuertes como para romperlos de un solo tiro, ya que el viejo jefe se ve en la obligación de matar a alguien que ha sido como un hijo, incluso más que el suyo propio. Esta es una de las múltiples y profundas lecturas que se pueden hacer de esta peli —y del cómic, claro—, además de ver como Michael cuida tanto a sus hijos que quiere que sean algo mejor que él y que no se conviertan en delincuentes.

Sam Mendes demuestra una vez más que es un artista del celuloide, ya que convierte cada fotograma en una excelente fotografía estática y en movimiento a la vez, que mantiene al espectador en vilo para ver que pasará en la siguiente secuencia. Evidentemente, como siempre sucede, el trabajo y el valor de una cinta no se queda tan solo en el guion y el director, sino que en gran parte también se debe a los actores que se toman muy en serio esta cinta, convirtiéndola en una obra de artesanía fílmica. Algo que se hace evidente cuando se cuenta con nombres propios como Tom Hanks, Paul Newman, Jude Law o Daniel Craig, cuyas interpretaciones no se quedan en una mera anécdota, sino que van un paso más allá dándole vida a estos personajes tan complejos.
Un irreconocible Tom Hanks —ya que normalmente no hace de asesino—, demuestra una vez más que es un magnífico y polivalente actor, de aquellos que hacen historia, dejando a un lado sus clásicos papeles tragicómicos. Y que decir de Jude Law y Daniel Craig, aún sin ser actores consagrados cuando se hizo la peli, pero que ya demostraban porque hoy son de las estrellas mejor valoradas del panorama internacional. Finalmente, por ser el mejor de todos ellos, el veterano Paul Newman, que al igual que Hanks, consigue hacer un papel alejado de los que es habitual en su carrera —del guaperas gamberro al viejo bribón—, aquí, en su último gran papel como actor, demuestra porque es uno de aquellos astros que brillan y brillarán por si solos en el firmamento de los grandes del cine.
En definitiva, para este film lo único que se pueden dar son alabanzas y piropos críticos de esta magnífica obra fílmica, una película redonda que demuestra que para tener una buena historia de gangsters no solo debe tener tiros, sangre y alcohol ilegal.