En una época en la que todo vuelve, sea necesario o no, no es de extrañar que uno de los grandes referentes del cine de los ochenta tenga una buena dosis de nostalgia, por lo que esta entrega de los Cazafantasmas tampoco debería sorprendernos y más teniendo en cuenta el mal recibimiento que tuvo la cinta de 2016 que, en muchos aspectos, se podría considerar la secuela o reboot innecesario… no como esta.
Con un argumento que se puede prever si uno atiende al título original —Ghostbusters: Afterlife, después de la vida—, este parte de Callie y de sus hijos, Trevor y Phoebe, que después de ser desahuciados no tendrán más remedio que irse a vivir a una granja perdida a las afueras de un pueblecito de Oklahoma que perteneció a su padre, conocido por los lugareños como el cutre-granjero… aunque no fuera otro que Egon Spengler. Nada pinta bien al llegar, pero tanto Trevor como Phoebe explorarán el lugar y descubrirán que su abuelo escondía algo en aquel lugar y, lo que es más alarmante, parecía estarse preparando para algo. Por suerte, contarán con la ayuda de Gary Grooberson, un profesor de verano que es sismólogo y está estudiando unos extraños terremotos que asolan el pueblo. Será gracias a Gary que Phoebe descubrirá quien era su abuelo y a que se dedicaba, así cómo qué era lo que estaba haciendo en aquel pueblecito después de abandonar a sus amigos y a su familia.
Aunque estamos ante una peli que tira mucho de nostalgia, también es cierto que lo hace en su justa medida, es decir, no se excede y, además, lo justifica todo. Para empezar, los cazafantasmas originales aparecen en el tramo final, más como final apoteósico que como hilo conductor; los guiños, aunque constantes, son pequeñas referencias bastante sutiles para los que se tiene que tener fresca la peli de 1984 para pillarlos; y, sobre todo, la cinta es un ejercicio de homenaje o tributo, no solo a la peli, a sus actores y creadores, sino también a la época. En este sentido, el personaje de Paul Rudd —que cuando se estrenó la peli original rondaba los quince años—, sirve como el vehículo para conectar la audiencia adulta con la más joven que, aunque les suene la cinta, el referente más cercano es la versión más que cuestionable de 2016. A través de sus ojos —los de un friki que cumple sus sueños de infancia— redescubrimos el universo de Ghostbusters, a la vez que mediante los personajes más jóvenes vemos cómo las nuevas generaciones pueden disfrutar también de los clásicos que disfrutamos cuando éramos pequeños.
Por otro lado, como hemos dicho, las referencias son sutiles y muy bien medidas, es decir, no te avasallan desde el minuto uno, sino que se van dosificando para que el espectador las asimile y las disfrute, a la espera de las grandes, como puede ser los uniformes, el rayo de protones o el Ecto-1. Por decirlo de algún modo, esta peli saca el máximo provecho del filón que abrió Stranger Things, y convierte los ochenta en una era dorada de la cultura popular, que ahora solo se puede ver en viejos graneros y a través de videos antiguos de Youtube.
Finalmente, pero no por ello menos importante, una de las piezas angulares de esta peli es la manera en la que se ha traído de vuelta el personaje de Egon Spengler, cuyo actor, Harold Ramis —que junto a Dan Aykroyd y Ivan Reitman, padre del director de esta cinta—, murió en 2014. Aunque el personaje no habla, es muy bonito ver como un cazafantasma se convierte en un fantasma de una manera tan bien medida, respetuosa y cariñosa, estructurando una columna vertebral que justifica la cinta de principio a fin.
Si bien podemos considerar que el envoltorio es perfecto —ya que recordemos que cuenta con un reparto de lujo que consigue que nos creamos todo lo que sucede—, es cierto que el contenido, la historia en sí, no es nada del otro mundo. A grandes rasgos viene a ser una continuación directa de la trama de 1984, un poco más extendida y con mayor trasfondo, pero que consiste en enfrentarse a Gozer una vez más. Sin embargo, esto es solo el motivo del regreso, porque, en realidad, el principal hilo conductor es el descubrimiento del abuelo por parte de Phoebe, viendo que si él consiguió grandes siendo como era, ella también puede. En la mayoría de aspectos, y, como hemos visto, incluso en el que más cojea se defiende, estamos ante la cinta perfecta entre el reboot y la secuela cargada de nostalgia que no peca en ningún aspecto, que divierte, que nos descubre —o redescubre— un mundo que a veces olvidemos y que, inevitablemente, nos llevará a disfrutar de nuevo de las cintas de 1984 y 1989. Cazafantasmas: Más allá es el ejemplo perfecto de cómo debe ser una secuela hecha por nostalgia, en la que el fanservice está presente pero no domina, ya que lo importante sigue siendo lo mismo de hace cuarenta años, contar una buena historia.