Empiezo esta crítica con un nudo en la garganta y con un tono merecidamente amargo. Cloverfield es una de mis películas favoritas: simple, entretenida, humilde y resultona. En cambio, saber la atrocidad que serán sus sucesoras ya me hace cuestionar por qué sigo amando esta cinta y por qué me sigue gustando la saga. Supongo que es por lo que dijo Mr. Xungar en su maravillosa crítica a The Disaster Artist: todos somos un poco coprófagos. Sigo con esta introducción recordando que, aunque The Cloverfield Paradox es el mayor montón de basura que llevamos de año, ya hay confirmada una cuarta parte de la saga Cloverfield donde (agarraos) habrá nazis ya que estará basada en la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo puedo mantener a flote un barco que insiste en hundirse por sí solo?
Intentémoslo fuertemente y, por un momento, imaginemos que Cloverfield no forma parte de ninguna saga ni sucesión de películas ni ningún rancio universo cinematográfico que son lo que se lleva ahora (sí, como el Tractor Amarillo de la canción). Imaginemos la película como una obra de ficción, un producto cultural único, independiente y aislado. En ese caso veremos que es un pequeño milagro para todos aquellos que se proclamen como fans de la ciencia ficción. Durante una madrugada de la primavera del 2008, un monstruo enorme emerge del mar y empieza a arrasar la ciudad de Nueva York sin ton ni son, provocando que la única opción viable sea bombardear Manhattan.
A priori, este argumento no debería sonarnos a nuevo ya que son centenares las películas de kaijus que tratan el lugar común de un monstruo atacando una ciudad o área metropolitana. Podríamos considerar, sin ningún tipo de tapujo, la Godzilla de 1954 como la madre o precursora de todas las obras posteriores. De hecho, a modo de un homenaje bastante bonito, Matt Reeves (director de Cloverfield) introduce frames de los kaijus más famosos en su película reconociendo aquellas obras de las que bebe el film que comentamos hoy. Y no solo Cloverfield, en los últimos años películas como Pacific Rim (2013) o Godzilla (2014) muestran como el cine occidental (sobre todo el norteamerciano) ha sabido coger el relevo de sus congéneres orientales y ser mejores que ellos en su propio terreno. La respuesta japonesa, Shin Godzilla (2016), dirigida por Hideaki Anno deja mucho que desear.
Un aspecto de la obra que no podemos dejar en el tintero es su cámara, posiblemente uno de sus elementos más representativos. Si el año pasado Sieranevada planteaba una cámara más que interesante que seguía a los distintos personajes por el apartamento, la de Cloverfield va más allá: se introduce dentro de la propia acción, ya que está controlada por un personaje. Esta percepción no sólo mejora la inmersión en la obra (nos dará la impresión de estar dentro), también le permitirá al autor permitirse pequeñas licencias narrativas. Un ejemplo de ello es cuando Hud (el carácter portador de la cámara) dice “voy a rebobinar” con la intención de volver atrás la cinta para ver al monstruo y los espectadores, en cambio, vemos otra parte de la cita entre Beth y Rob.
Pero bueno, vayamos al punto que más me interesa de toda la crítica: el subgénero al que pertenece la obra. Su género es la ciencia ficción, bastante obvio, ¿no? Aún así, el subgénero en el que se inscribe la obra es el “Realismo épico”. Éste haría referencia a aquellas obras que, aunque desarrollen tramas sobrenaturales o de un elevado grado de ficción, prefieren poner el punto de vista en el desarrollo psicológico de sus personajes. Kill Bill, de Tarantino, posiblemente sea su ejemplo más conocido aunque el que mejor representa esta vertiente narrativa es la serie de animación japonesa Neon Genesis Evangelion (1995).
¿Por qué Cloverfield forma parte del realismo épico? Porque como ya dije el análisis de Cloverfield Paradox el monstruo es lo de menos. Aquí estamos para ver la despedida de Rob y su relación con Beth. Sólo hay que comprobar que la primera aparición del monstruo sucede cuando llevamos dieciocho minutos de filmación, cuando todos los personajes están establecidos. La obra finaliza cuando Beth y Rob mueren, no cuando lo hace la abominación que está arrasando Nueva York. Lo que importa es el cariño entre la pareja protagonista. Y es así, Cloverfield es una de las historias de amor más originales de todos los tiempos.
Aún así, ahora viene la contradicción. La obra, independientemente, se reivindica como una película íntima y muy personal: la supervivencia del amor y la amistad en un jodido apocalipsis. En cambio, consultas los cientos de vídeos que hay sobre la cinta y todos hablan de pequeños mensajes ocultos o del origen del monstruo motivados por el marketing viral de la película que incitaba a investigar sobre un macroproducto de ciencia ficción revolucionario. ¿Es culpa suya por no ver de lo que realmente quiere hablar la película? ¿O es culpa mía por querer ver más allá donde solo hay un producto mercantil más? Para mi desgracia (y es que parece que no aprendo), ya lo dijo Rodrigo Rato (y parece que J. J. Abrams lo reafirma sin problemas): “Es el mercado, amigo”.
Un artículo de Carlos Cuesta