
Arthur Vlaminck es un joven muy preparado que regresa a París con su pareja al ser llamado por el Ministro de Exteriores que, en cuanto lo conoce en persona, lo invita a unirse a su equipo como responsable del lenguaje, es decir, de elaborar los discursos. De la noche a la mañana, Arthur dejará de tener vida privada para ser una extensión más del ministro cuyas instrucciones son, como poco, confusas, incoherentes y contradictorias. Mientras batalla para conseguir un discurso para el ministro —aunque este nunca llega a leer más de la primera página—, tendrá que lidiar con todos los asesores y consejeros que rodean al ministro y que siempre tendrán algo que decir sobre el discurso, sin importar sobre lo que trate; a la vez que se adapta para seguir la agenda del político.
Desde la óptica de un recién llegado al gabinete veremos como funcionan los entresijos de la política, cuanto se tarda en escribir un discurso que nadie escuchará y que todo el mundo criticará, aunque se haya puesto todo el esfuerzo para incluir todos los temas necesarios. Y, en este sentido, tendremos la misma sensación que el pobre Arthur, al principio nos frustraremos al ver como intenta hacer su trabajo para cumplir con las demandas de su jefe; sin embargo, poco a poco, comprenderemos que es así como funciona el mundo y que, a pesar de todo, lo mejor es entrar en el juego por no ser llevado por la corriente y morir ahogado por el trabajo.
De la misma manera que lo hacía el cómic en el que se basa —y no es para menos, ya que los dos autores participaron de la elaboración del guion—, la película es una dura crítica a los políticos franceses, pero que, en realidad, se puede extrapolar a toda la clase política occidental. En ella vemos a un político grandilocuente, locuaz —aunque puede que bocazas— que solo piensa en como de trascendente tiene que ser su siguiente discurso, aunque, en realidad, no diga nada y no sea más que un ejercicio de pedantería. Mientras este ministro de exteriores va de aquí para allá haciendo aspavientos y cambiando de parecer cada vez que va al baño, los que realmente resuelven la papeleta son sus jefes de gabinete, aunque estos tampoco se libran de las críticas. Gracias al gran reparto de personajes, podemos ver los diferentes escalafones, desde el nuevo representado por Arthur, pasando por todos los asesores territoriales, hasta el bueno de Maupas que, literalmente, no duerme, sino que cabecea a la mínima pero que, para sorpresa de todos, siempre está al tanto de todo. A través de ellos, también veremos los diferentes estados, desde un joven entusiasmado a un viejo un tanto cínico e irónico que no se toma en serio al ministro… como seguramente habrá hecho con los anteriores. Y es que es muy difícil tomarse en serio al ministro Alexandre Taillard de Worms con su peculiar manera de ser y el hecho de que una de sus mayores obsesiones sea, por ejemplo, que su subrayador amarillo no se despeluche.

Como os podéis suponer, la manera de aproximarse a una historia como esta es, sin duda, el de la sátira; es evidente que, aunque se pretenda mostrar una realidad incómoda, se hace desde la broma, el buen humor y las ganas de reírse de una situación que, tal vez, sería más bien para llorar. Sin embargo, el resultado final es una crítica mordaz y actual que consigue contar lo que le interesa a la vez que es un entretenimiento perfecto para aquellos que quieren algo más que una comedia tonta.
Para llevar a cabo esta peli, Bertrand Tavernier, uno de los grandes del cine francés, se rodea de un reparto a la altura de la ocasión, logrando representar casi, a la perfección, a los personajes creados por Baudry y Blain en su cómic. Sin embargo, entre todo el abanico de personajes de burócratas estereotipados, destacan el ministro y su jefe de gabinete, interpretados brillantemente por Thierry Lhermite y Niels Arestrup. Estos dos actores harán las delicias del público, aunque sus personajes estén en polos opuestos; mientras que el primero es enérgico y arrollador, hablador y desmedido, el segundo es pausado y tranquilo, y jamás alza la voz, dando lugar a una situaciones absurdas con las que nos partiremos de risa.
De alguna forma, podríamos decir que Crónicas diplomáticas es un entremés o un sainete moderno; la plataforma es otra y los temas han cambiado, pero la forma divertida de representar una realidad actual —como es la falsa pomposidad de la política—, sigue siendo la misma.