Un sol anaranjado descendía hacia el ocaso, enrojeciéndose cada vez más, a medida que se acercaba al horizonte. La suave brisa, que avanzaba sin obstáculo entre cañones y desfiladeros, levantaba un polvo rojizo del agrietado suelo, que no había visto la lluvia desde hacía estaciones, enturbiando el paisaje rocoso del desierto. Todo parecía sumergido en una neblina de tonos cálidos, a través de la que solo se podían ver las siluetas de las lejanas montañas. ¿Solo? No, a través del polvo se perfilaron las formas de tres hombres que avanzaban de forma diferente pero acompasada hacia el único lugar en el que el viento respetaba al polvo y le permitía quedarse en el suelo.
Enfundados en ponchos y gabanes para protegerse del lacerante viento del desierto, los tres hacían repiquetear las espuelas de sus zapatos. Aunque no había rastro de sus caballos y nadie hubiera sabido decir como habían llegado hasta allí, los tres parecían llamados a su destino, dispuestos a encontrarse. En sus caras brillaban miradas determinadas, decididas, resueltas, conocedoras de por qué se encontraban allí y a qué se enfrentarían dentro de pocos instantes.
Cuando los tres hombres llegaron al claro desde diferentes direcciones, se detuvieron y se mostraron tan diferentes como iguales. De formas distintas representaban lo que significaba el Oeste y a todos a los que vivían allí, desde los colonos adinerados a los campesinos procedentes del sur, pasando por los muertos de hambre que no tenían nada mejor a lo que dedicar sus vidas. Sin embargo, salvando todas las diferencias externas, en su interior había algo que los asemejaba, que los hacía prácticamente iguales. En su interior latía un mismo corazón, aquel que los había guiado hasta aquel extraño lugar dejado de la mano de Dios, aquel que les había hecho dedicar sus vidas por entero a lo que colgaba de sus cananas.
Con suavidad, reconociéndose los unos a los otros, se dedicaron sendas miradas de póker, no se podía determinar si estaban sorprendidos, asustados o seguros de sí mismos, solo que habían visto a quienes tenían que enfrentarse.
Mientras uno de ellos daba un largo e intenso trago a una botellita de piel de cordero, otro se deshizo de su polvoriento gabán para revelar un elegante traje negro con chaleco adamascado gris. Mientras que su ropa parecía decir que era demasiado elegante para pertenecer a ese lugar, la mirada ceñuda tan solo iluminada por la candente luz de un cigarrillo decía todo lo contrario, a la vez que su mano se apoyaba lánguidamente en la cartuchera de piel oscura que colgaba bajo su ombligo.
Tras limpiarse el bigotudo labio con la manga de su zarrapastrosa camisa, el que había sacado la botellita que, sin duda, no contenía agua, volvió a colgarla en la parte trasera de su desgarbada figura. Sin sombrero, su frente estaba perlada de sudor, que descendía con gruesos chorretones por sus sienes hasta que se perdían en la espesa barba. Sus manos, mugrientas por haber visto menos agua que aquel desierto, hicieron bailar sus dedos a ambos lados de sus caderas, a una distancia prudencial de su armas, que parecían colgar de cualquier manera en sus cartucheras.
El tercero, por su parte, apuraba con placer la última calada de un fino cigarro marrón mientras regalaba una sarcástica sonrisa a los otros dos con los brazos cruzadas sobre su pecho. Era como si se tomara a broma lo que estaba a punto de suceder, pero lo había vivido tantas veces y había sobrevivido a todas ellas, que cada nueva ocasión era como una chanza de mal gusto.
Salvo estos leves gestos, los tres hombres permanecían quietos, cuál estatuas, esperando que algo les indicara que el momento había llegado. Una brizna de hierba seca, el chasquido de un árbol, un soplo más fuerte de viento, cualquier cosa podía ser la señal. Entonces, los últimos rayos de sol hicieron brillar las superficies metálicas de sus armas, una gota de sudor y dos colillas cayeron al suelo a la vez, y el tiempo pareció detenerse. Los tres hombres desenfundaron a la vez, alzando sus armas apretaron los gatillos y tres explosiones retumbaron en el desierto casi al unísono, haciendo que el viento cesara. Lo que sucedió después poco importa, habían cumplido con su destino.