Llegados a este punto y viendo que, por mucho que lo siguiera, siempre sería él el que me encontraría a mí, decidí aplicar mis conocimientos a la situación. Como profesor de física en la Universidad de Columbia no podía seguir mis emociones, era un científico profesional, alguien que habla sobre hechos y evidencias a sus alumnos. Así que tomé distancia y lo miré todo con objetividad. A partir de ese momento, el hombre del bigote blanco se convirtió en un sujeto de estudio, en una investigación en sí mismo, basada en mi obsesión, pero bajo los estrictos controles de la ciencia.
Después de nuestro último encuentro, empecé a anotar sus apariciones, detectando patrones en ellas. Siempre parecía estar presente en momentos clave de mi vida, como si estuviera observando mis decisiones y acciones, de un modo exponencial, como si a medida que pasarán los días me acercara a algo cada vez más importante. Me dí cuenta de que sus apariciones ya no eran aleatorias, siempre mantenía un patrón, basado en mis movimientos. Es decir, si yo me comportaba de forma errática, él también. Sí, me seguía, pero no para observarme, ya sabía lo que haría, sino para controlarme. Cuando me di cuenta de ello una sonrisa de satisfacción apareció en mi rostro, una que solo había tenido cuando había terminado alguna de mis investigaciones más importantes o había visto publicados mis artículos en revistas de prestigio.
Con los hechos sobre la mesa de mi despacho y el registro de sus apariciones cuidadosamente anotados en un cuaderno, vi que desde el momento en que se tomó la fotografía cuando era pequeño y la última aparición, apenas unas horas antes, había una constante, algo que no variaba jamás: su aspecto. Siempre el mismo traje, el mismo sombrero, el mismo periódico y el mismo bigote, pero aún más importante, siempre el mismo rostro.
Aquello solo podía significar una cosa. Algo que siempre se había planteado como imposible, pero que, ahora, en base a mi investigación y mis conocimientos, era lo único que podría explicar lo que estaba ocurriendo.
Pasé noches enteras en mi despacho de la universidad, analizando datos y revisando teorías alternativas, pero las evidencias eran claras y siempre me llevaban al mismo punto. ¿Podría este hombre ser una manifestación de algún fenómeno cuántico? ¿O tal vez una anomalía en el espacio-tiempo? Cuanto más investigaba, más preguntas surgían, aunque fueran provocadas por el escepticismo de aceptar que había descubierto a un viajero del tiempo.
Un día, mientras daba una de mis clases, vi que el hombre del bigote blanco estaba sentado en la última fila del aula. Mi corazón se aceleró, pero traté de mantener la compostura y seguir con mis explicaciones mientras llenaba la pizarra con números y símbolos a tiza.
Pero, al finalizar la clase, me acerqué a él.
—¿Qué quieres de mí? —le pregunté, tratando de sonar firme.
—No es lo que yo quiero —respondió—. Es lo que tú necesitas descubrir.
Como había ocurrido hasta entonces, sus palabras fueron enigmáticas, pero esta vez sentí que había una verdad oculta en ellas. Se levantó, me saludó amablemente y salió del aula. No lo seguí, era algo inútil, él volvería a encontrarme. Así que, en lugar de cerrarme en banda, decidí seguir investigando, esta vez enfocándome en mi propia vida, aplicando la misma objetividad científica pero sobre mi persona. Revisé viejos diarios, cartas y documentos, buscando cualquier indicio que pudiera conectar a este hombre conmigo.
Una noche, mientras revisaba un antiguo cuaderno de notas, de los muchos que había usado y guardado desde que había empezado a estudiar en la universidad, encontré una entrada que me dejó sin aliento. Era una teoría que había desarrollado en mi juventud sobre la posibilidad de que el tiempo no fuera lineal, sino una serie de bucles interconectados.
Con eso entre mis manos me di cuenta que, a pesar de todas las preguntas que me había hecho hasta entonces, siempre había pasado por alto la que, seguramente, era la más importante, teniendo en cuenta las pruebas que había recogido. ¿Ese hombre podría ser alguien del futuro tratando de guiarme hacia algún descubrimiento crucial?
***
Días más tarde, después de noches despierto dándole vueltas a esa teoría y a los cálculos relacionados con ella, encontré una ecuación que había pasado por alto. Era una fórmula compleja que sugería la posibilidad de viajar en el tiempo mediante algún cuerpo espacio-temporal que en ese momento no se había descubierto, pero que en 1966 ya había sido bautizado como «puente de Einstein-Rosen». Sin embargo, para demostrarlo, tenía que dejar la física teórica y pasar a la práctica, algo que era más fácil de decir que de hacer.
Decidí probar la teoría en el laboratorio, y empecé a desarrollar en secreto un acelerador de partículas. Las noches en el laboratorio se volvieron más largas y solitarias. La teoría de los bucles temporales me obsesionaba, y necesitaba terminar mi experimento para obtener la respuesta que contestaría a todas las preguntas que hasta entonces habían surgido en mi cabeza. En ningún momento pensé en qué supondría para la humanidad mi descubrimiento, o quién se podría interesar por él. Solo quería saber si el hombre del bigote blanco era un viajero del tiempo.
Pasaron semanas antes de conseguir terminar el acelerador, pero al final, lo conseguí. Era tosco y no tenía el aspecto de algo fiable, pero solo que pudiera demostrar en la práctica que mi ecuación, revisada con los últimos descubrimientos de gente como Einstein, era cierta, podría irme a dormir tranquilo.
Cuando estuvo listo, no esperé, no programé la prueba para un día especial, ni tan siquiera miré al calendario de la pared que marcaba 5 de octubre. En el silencio que imperaba en el laboratorio, ajusté los parámetros del acelerador y me preparé para lo que podría ser el experimento más importante de mi vida.
Sin embargo, un instante antes de activar la máquina, sentí una presencia detrás de mí… esa misma presencia que me había llevado hasta aquel instante. Me giré y allí estaba él, el hombre del bigote blanco, observándome con una expresión de aprobación.
—Ha llegado la hora —dijo, y su voz resonó en el silencio del laboratorio.
No me lo pensé, activé el acelerador y, en un instante, todo cambió. Sentí como si mi cuerpo fuera desintegrado y reconstituido en otro lugar. Cuando abrí los ojos, me encontré en un lugar familiar pero diferente. Estaba en la calle, frente al banco en el que había visto por primera vez al hombre del bigote blanco, pero todo parecía más brillante, más nítido.
El hombre del bigote blanco estaba a mi lado, sonriendo.
—Bienvenido al futuro —dijo—. Has logrado lo que muchos consideraban imposible.
Miré a mi alrededor, maravillado por lo que veía. La tecnología había avanzado de maneras que nunca hubiera imaginado. Pero más que eso, sentí una conexión profunda con ese lugar, como si siempre hubiera pertenecido a él.
—¿Quién eres realmente? —le pregunté, aunque ya sospechaba la respuesta.
Al haber viajado en el tiempo, la pregunta que me había rondado por la cabeza y que no me había atrevido a formular en voz alta se había respondido por sí sola.
—Soy tú —respondió—. O al menos, una versión futura de ti. He venido a guiarte porque lo que descubras aquí cambiará el curso de la historia.
Pasé los siguientes días explorando este nuevo mundo, aprendiendo todo lo que podía. Descubrí que mi teoría sobre los bucles temporales era correcta y que el conocimiento que adquiriera aquí podría ayudar a resolver muchos de los problemas que enfrentábamos en mi tiempo.
Finalmente, llegó el momento de regresar. El hombre del bigote blanco —inevitablemente seguía refiriéndome a él así… ¿o era a mí que me refería?— me llevó de vuelta al laboratorio y me explicó cómo utilizar el acelerador para volver a mi tiempo.
—Recuerda —dijo antes de que me fuera—, el conocimiento es poder, pero también una responsabilidad. Usa lo que has aprendido sabiamente.
Activé el acelerador y, en un instante, estaba de vuelta en mi laboratorio. Todo parecía igual, pero yo había cambiado. Tenía un propósito renovado y una misión clara: utilizar mi conocimiento para mejorar el mundo.
El hombre del bigote blanco había desaparecido, pero su presencia seguía conmigo. Sabía que, de alguna manera, siempre estaría ahí, guiándome en mi camino, al fin y al cabo, era yo.