Todo empezó un caluroso día de principios de agosto. Uno de esos en los que desearías quitarte la americana, el sombrero te da más calor que el sol del que te protege y te preguntas quién se decidió que la corbata era algo necesario.
Siempre he sido un hombre de costumbres fijas, por lo que cuando ese día me levanté una hora antes de lo habitual empapado en sudor, supe que no sería un buen día… o, al menos, no sería como el resto. Sin embargo, intenté reponerme y seguí con mi rutina. Me preparé una taza de café caliente y un par de tostadas de las que hice buena cuenta. Aprovechando el rato libre que el calor me había regalado, me senté en mis despacho tranquilamente a leer el libro que hacía semanas que mantenía sobre la mesilla de noche y esperé a que fuera el momento de prepararme para ir al trabajo.
Un par de horas más tarde, aseado y vestido con un traje de verano en el que esperaba no morir asado, una camisa blanca de manga corta bajo él y mi cartera de piel colgada al hombro, salí a la calle con la determinación de llegar a la universidad con el mejor aspecto posible. Pero mi viaje en autobús se vio truncado cuando una presencia me sobresaltó. En un primer instante no supe quién era la persona que había perturbado mi alma, pero hubo algo que me hizo dar un respingo y mirar a mi alrededor en busca de ese alguien que sentía… hasta que mi mirada se cruzó con la suya. Era un hombre mayor, que rozaba los setenta, elegantemente vestido con un sombrero de paja de ala corta y luciendo un cuidado bigote blanco en su rostro. Estaba sentado en un banco en la calle, sosteniendo un periódico en sus manos que solo dejó de leer cuando mis pupilas se fijaron en las suyas. Pero ya está, solo fue un instante, el movimiento del autobús me hizo trastabillar y cuando quise darme cuenta, habíamos avanzado un par de manzanas.
Después de esos momentos de desconcierto y cierta incomodidad, volví al presente y a medida que avanzó el día me fui olvidando de lo sucedido, llegando a creer que todo ello no había sido más que fruto de un sueño.
Pero no fue así, a la mañana siguiente volví a sentir lo mismo. Rápidamente me revolví en mi sitio, luchando con aquellos con los que atestaba el autobús, y allí estaba de nuevo. En el mismo banco, con el mismo periódico, el mismo sombrero y el mismo bigote. Pero lo que era más importante, con la misma mirada azul clavada en la mía. El autobús arrancó de nuevo y me alejé de aquel lugar, pero, a diferencia del día anterior, el hombre me sostuvo la mirada hasta que lo perdí de vista.
A partir de ese instante, empecé a notar constantemente su presencia en otros lugares: en la cafetería de la universidad donde tomo mi segundo café del día, en la librería donde suelo perderme entre los estantes, incluso en el supermercado de la esquina mientras compraba a la vuelta del trabajo.
Al principio, en mis primeros encuentros, quise pensar que era una coincidencia, alguien que, por lo que fuera se había mudado al vecindario y con el que tenía rutinas parecida. Pero luego, empecé a sentir una extraña conexión con él, cada vez que nuestras miradas se cruzaban, hallaba en ella algo que me decía que ya nos conocíamos de antes; como si supiera lo que iba a hacer antes de que yo mismo lo supiera.
Fue tal la sensación de incomodidad que tenía, de agobio al verlo por todas partes que, un día, ya no pude más y decidí confrontarlo.
Sabiendo dónde encontrarlo, bajé del autobús en la parada adecuada y me encaminé a ese banco. Allí estaba.
—¿Por qué me sigues? —le pregunté directamente situándome frente a él.
El hombre levantó la vista del periódico y me miró con una expresión tranquila que no pude descifrar. Luego, sonrió.
—No te sigo —respondió—. Solo estoy aquí para recordarte quién eres.
Sus palabras me dejaron perplejo. ¿Quién era yo? ¿Qué quería decir con eso? Antes de que pudiera hacer más preguntas, el hombre se levantó y subió al primer autobús que pasó frente a él, dejándome con más preguntas que respuestas y la boca abierta.
***
Desde aquel encuentro, el hombre del bigote blanco no dejó de aparecer en mi vida. A veces, lo veía en el reflejo de una ventana, otras veces, en la multitud de una calle concurrida. Siempre estaba ahí, observándome, pero nunca se acercaba, ni tampoco me daba margen para que lo hiciera yo.
Mi curiosidad se convirtió en una obsesión. Empecé a investigar sobre él, preguntando a las personas que frecuentaban los mismos lugares que yo, pero nadie parecía conocerlo e, incluso, era como si nadie jamás lo hubiese visto. Era como si fuera un fantasma, una sombra que solo yo podía ver. Sinceramente, me trastornó, haciéndome llegar a pensar que todo era fruto de mi mente perturbada. Por bien o por mal, no fue así.
Una noche, en un intento de hallar un sentido a todo aquello, mientras revisaba viejas fotografías en busca de alguna pista, encontré algo que me dejó helado. En una foto de mi infancia, tomada en el parque donde solía jugar, había un hombre de bigote blanco en el fondo… el mismo hombre que llevaba semanas acechándome. Ya no podía ser una coincidencia, tenía una relación con él, pero ¿cuál?. ¿Quién era ese hombre y por qué estaba en mi vida desde hacía tanto tiempo?
Tras ese hallazgo, mi determinación fue responder a esas dos preguntas, así que decidí seguirlo. Si él podía hacerlo conmigo, yo también podría. Durante días lo observé desde la distancia, tratando de descubrir su rutina. Pero salvo los lugares en los que coincidíamos… o, mejor dicho, en los que me seguía él a mí, parecía que no tenía costumbres. Aparecía y desaparecía sin previo aviso, yendo siempre un paso por delante de mí.
Pero todo cambió una tarde al salir de la universidad. Después de encontrarlo frente a la puerta, fingí no verlo, pero una vez me escabullí entre la multitud de la calle, regresé sobre mis pasos hasta reencontrarlo, no demasiado lejos, mientras caminaba con paso tranquilo. Lo seguí durante un par de manzanas, hasta que se internó en un callejón oscuro.
Giré la esquina y lo vi, a pocos metros de mí, sumergiéndose en la oscuridad de aquel lugar. Inconscientemente avancé, haciendo que mis pasos resonarán en el silencio de aquel lugar, dejando de pasar desapercibido. El hombre se detuvo de repente, yo hice lo mismo al verme descubierto, y se giró hacia mí.
—¿Por qué me sigues? —preguntó, con una sonrisa enigmática.
—Quiero saber quién eres —respondí, tratando de mantener la calma.
—Ya lo sabes —dijo, y, como en la anterior ocasión, antes de que pudiera responder, dio unas largas zancadas hacia la oscuridad y se desvaneció en ella. Cuando fui tras él, ya no estaba allí, se había esfumado de nuevo.