
El último invento del profesor Bacterio, el sulfato atómico, que pretende erradicar las plagas de los cultivos, ha sido robado por los agentes secretos de la República de Tiranía. Esto no sería un grave problema si dicho invento no tuviera los efectos contrarios, haciendo crecer a los insectos hasta tamaños gigantescos, algo que pretende aprovechar el líder de Tiranía, el dictador Bruteztrausen, para crear un ejército de bichos. Para resolver este problema, el Súper, el jefe de la T.I.A. (Técnicos de Investigación Aeroterráquea), enviará a dos de sus agentes, Mortadelo y Filemón, a recuperar el sulfato solo armados por su ingenio y por una botella del mismo producto.
Con este planteamiento da comienzo a lo que por aquel entonces nadie podría imaginarse, la serie de historias largas de Mortadelo y Filemón, ya que impulsado por la propia editorial Bruguera —que pretendía imitar el estilo de publicar historias largas de revistas francófonas como Pilote y Spirou—, Ibáñez traslado a sus personajes que hasta entonces había vivido en unas pocas páginas de aventuras cortas, a una de más de cuarenta páginas. Para hacerlo, como también lo había hecho hasta entonces, Ibáñez siguió el estilo de dichas revistas, imitando conceptos ya aparecidos en otras series como las de Spirou y Fantasio o incluso Tintín. Sin ir más lejos, al hablar de El sulfato atómico, podríamos hacerlo como la versión española y humorística de El asunto Tornasol de Hergé, o la versión más castiza y descarada de QRN en Bretzelburg de André Franquin. En este aspecto, no es ningún misterio que a lo largo de toda la historia, si bien se suceden los gags, lo cierto es que se busca el realismo en contraposición de lo que hubo antes y lo que habría después en la carrera de estos personajes, a la vez de meter a los protagonistas en una historia relativamente seria, aunque con consecuencias humorísticas. Del mismo modo, el estilo de dibujo se hace más mesurado y se asemeja al de Astérix de Uderzo o al Spirou de Franquin, en el que los personajes no son de goma, sino que tienen cuerpo y la física se respeta más de lo que se hará en etapas posteriores de la obra de Ibáñez.

Como muchos lectores de cómics españoles, por mi mano han pasado muchos Mortadelos, así como Botones Sacarino o Anacletos, pero lo cierto es que la carga humorística y lo barroco de sus viñetas —los pequeños detalles que Ibañez mete en cada cuadro a veces me superan—, siempre me alejaron de sus páginas, acercándome más a las historias de aventuras de Tintín, Spirou o Astérix, en el que si bien hay humor, este forma parte del conjunto y no lo son todo; por este motivo me sorprendió positivamente la primera vez que El sulfato atómico pasó por mis manos —aún no sabía que era la primera historia larga de Mortadelo y Filemón—, ya que disfruté de una historia de principio a fin sin cortes de carácter episódico —como aún sucede hoy en día en que cada pocas páginas hay un gag que rompe la continuidad—, con una trama elaborada y unos personajes que aún siendo de cómic eran realistas. De la misma manera, ahora, años después lo cierto es que vuelto a gozar de esta historia de Ibáñez, y por un segundo me he permitido pensar qué habría sucedido si este hubiera sido el tono que habría seguido el dibujante… por mi parte, seguramente, habría leído mucho más de él.

Cuestiones personales al margen, lo cierto es que El sulfato atómico es la primera piedra de toda una obra titánica —que hoy en día supera de largo las doscientas historias largas— de la historieta española y el nacimiento de un referente de nuestra cultura popular que ha ido más allá de las páginas del cómic, llegando, por ejemplo, a los videojuegos como la adaptación de este título al género de la aventura gráfica en 1998 de la mano de Alcachofa Soft, o su revisión en la gran pantalla en La gran aventura de Mortadelo y Filemón (Javier Fesser, 2003) que, innegablemente, bebe de El sulfato atómico. Una lectura imprescindible para los amantes del noveno arte.