En el oscuro horizonte de la noche del Caribe, solo iluminado por la luz de la Luna, se distinguía lo que quedaba de una arboladura que se hundía lentamente entre las olas del mar. A su lado, un imponente navío se mecía violentamente al ritmo de la tormenta que se había desencadenado sobre él. No se oía ruido alguno, solo el ulular del viento, los chasquidos de los cabos al golpear contra los mástiles, y el repiquetear de las gotas de lluvia sobre el acero de los cañones. A pesar del silencio, varias decenas de hombres de mirada cruel estaban de pie, sobre la cubierta, sujetándose a lo que tuvieran a mano para evitar caerse por el vaivén de las olas, fijando la mirada a la media docena de desafortunados marineros que habían sobrevivido al abordaje. Arrodillados y harapientos, estos sentían como el temor por lo que pudiera venir crecía en su interior, a la vez que un sudor frío les embargaba la piel, cuyas gotas resbalaban por sus sienes mezclándose con las de la lluvia torrencial que caía sobre sus espaldas. Un fuerte golpe les hizo desviar la mirada, las puertas del castillo de popa se habían abierto de par en par y, del camarote del capitán, había surgido una oscura figura de descomunal tamaño. Al andar, las tablas humedecidas por el agua crujían bajo sus botas, cada paso que daba era como el disparo de sus cañones. La tripulación no decía nada, solo lo observaba, esperando a que aquel ser que parecía haber emergido del infierno les dijera lo que tenían que hacer. Sin que pareciese que sus pies andaban sobre la inestable superficie de un barco en mitad de una tormenta, se encaminó hacia a los presos, demostrando porqué era el capitán. Una densa melena y una espesa barba empapadas en agua salada rodeaban su cara, sumiendo su rostro en las más oscuras tinieblas, en las que solo se podía ver el amenazador brillo de sus ojos, tan vivo como el fuego que brillaba entre los mechones de su cabello, del que emanaba una turbia niebla con olor a pólvora. Nunca nadie había sido capaz de sostenerle aquella mirada, y mucho menos si eras uno de sus míseros prisioneros, superviviente de su última captura… Como yo, que en aquel momento tan solo podía rezar por mi vida. Pero antes de que pudiera encomendarme al hacedor, el más temido de los piratas se acercó y fijó su oscura mirada en nosotros, como si estuviera escogiendo cual sería el primero al que arrojaría por la borda. Sin embargo, se agachó frente a mí y obligándome a mirar a sus negras pupilas, con su retumbante voz dijo: «La Venganza de la Reina Ana no hace prisioneros». Un escalofrío recorrió el espinazo de todos nosotros, nos temíamos lo peor, y como si Barbanegra hubiera podido sentir lo que nosotros, soltó una sonora y diabólica carcajada, haciéndonos temblar de nuevo, y añadió: «Uníos a mí o morid». Parecía que el tiempo se hubiera detenido, nuestros cuerpos, cubiertos de lluvia, sudor y la sangre de nuestros compañeros que ahora yacían en el fondo del mar, temblaban aterrorizados frente a la temible figura del pirata, que parecía ser el único digno de alzar la bandera negra en lo más alto de la arboladura de su navío. Ninguno de nosotros fue capaz de responder, un nudo había surgido en nuestras gargantas ante su presencia. Con una sonrisa suspicaz que nos dejó ver su brillante dentadura con piezas de oro y plata, insistió: «Decidme, caballeros, ¿quién de vosotros abrazara la vida de la hermandad y me seguirá como su capitán hasta los confines del mundo?». Ante tal propuesta, yo no dudé, y te recomiendo que hagas lo mismo si no quieres ser el siguiente en abandonar la cubierta de este barco, solo acompañado por el peso de una bala de cañón atada a tus tobillos, como lo hicieron mis antiguos compañeros en aquella fatídica y tormentosa noche.