Cuando se habla de una película o cualquier otro producto cultural, los analistas y teóricos han de afrontar una gran duda no resulta que puede cambiar radicalmente el desarrollo del análisis: ¿se debe tener en cuenta la biografía del autor? Esta podría parecer una cuestión simple y naif, pero la separación de divulgadores en dos bloques segmentados y enfrentados indica claramente que la incógnita no queda resuelta y, lejos de una solución homogénea, no parece que se vaya a llegar próximamente a un modus operandi idílico que pueda ser aplicable a cada estudio.
Parece lógico que habríamos de tener en cuenta elementos biográficos del autor cuando realizamos un análisis, o incluso apoyar puntos y argumentos concretos del estudio en las vivencias del autor de la obra. Y más cuando ponemos la película bajo la lupa para hablar de su autor y entender su idiosincrasia como creador de obras culturales y/o artísticas o su mirada personal del mundo. Si queremos saber qué quiere decir Scorsese con su cine, tan prolífero en películas relacionadas con la criminalidad de los suburbios de Nueva York (Mean Streets ―1973―, Goodfellas ―1990― o la próxima The Irishman ―2019―, entre otras), sería conveniente conocer su ascendencia de origen italiano y su juventud en el barrio del Bronx ―donde también se crió un joven Stanley Kubrick―.
Aún así, esta no sería la tesis con la que yo comulgo. Según mi parecer, si queremos encontrar el sentido de un producto cultural mediante un análisis de proximidad, el estudio habrá de centrarse solamente en la obra. Ningún otro factor más allá del objeto de estudio en sí mismo. En el caso de los teóricos de cine, las claves para resolver el rompecabezas ―en cierta mesura, ya que la lectura total de una obra es, como mínimo, utópica― se encuentran escondidas en el tiempo de metraje que dure la cinta del filme o el archivo audiovisual ―en su reproducción digital―. Con lo que hay, se juega.
La mayoría de las interpretaciones del cine de Kubrick, por poner un ejemplo, relacionan su filmografía con mensajes crípticos sobre la llegada a la Luna y la revelación de la presencia de sociedades secretas en nuestro mundo contemporáneo. Interpretaciones y lecturas más basadas en rumores de la propia vida del director ―ser miembro de la masonería, su misteriosa huída sin retorno de los EE. UU., el aislamiento total de la civilización durante el tramo final de su vida, etc.― que en sus propias películas, con el error que ello implica. Si hemos venido a hablar de cine, hablemos de cine.
Y aunque contradiga los argumentos expuestos previamente ―que es así―, cuesta entender Érase una vez en… Hollywood ―o entender a Tarantino, más bien― si no tenemos unos conocimientos previos de la vida del director de la gran mandíbula.
Pocas personas aman más el cine que los propios cineastas. En todas las filmografías de los grandes directores encontramos uno o dos filmes que hablan del acto de hacer cine o son, directamente, declaraciones rampantes de amor al séptimo arte. Spielberg, el mago de Hollywood, produjo Super 8 (2011), de J. J. Abrams; de forma similar a Scorsese y La invención de Hugo (2011). Este mismo año hemos podido disfrutar de Dolor y gloria (2019), y el juego que plantea Almodóvar se acerca mucho a los movimientos de ajedrez ―dignos de Kaspárov― con los que David Lynch teje Inland Empire (2006), su última película, en la que la metarepresentación fílmica embiste directamente la representación ficcional.
En el caso de Tarantino, quien su trabajo en un videoclub durante su juventud permitió consumir un impensable número de películas de todo tipo, una sola película no será suficiente. Tres serán las obras del director de Knoxville que suponen un homenaje claro al hecho de contar historias con celuloide: Death Proof (2007), Malditos bastardos (2009) y Érase una vez en… Hollywood (2019). Y aunque ya contara con dos grandes obras para mostrarnos su gran cariño por el cine, será en Érase una vez en… Hollywood en la que el autor podrá remitir directamente al cine de su infancia, del que sigue perdidamente enamorado.
El pasado mes de julio se iniciaba con una noticia funesta para los seguidores de Tarantino. En una entrevista para GQ Australia el realizador anunciaba que Érase una vez en… Hollywood podía ser su última película. Aunque su objetivo siempre ha sido dirigir diez filmes, como ha repetido en innumerables ocasiones, en el artículo se puede notar un Tarantino agotado y con ganas de experimentar otros medios narrativos ―el teatro, la televisión o los cómics, como ya ha hecho anteriormente― para contar sus historias. Aún así, el director apunta que solo se plantearía retirarse de la dirección dejando su ansiada filmografía inacabada si Érase era un éxito ―a diferencia de su anterior filme: Los odiosos ocho, 2015―.
Antes de ver Érase una vez en… Hollywood no dudaba que las declaraciones del autor eran un completo farol. Un creador como Tarantino nunca sería capaz de dejar su filmografía incompleta, además que hay pruebas de que el director se encuentra sumergido en el proceso de producción de una nueva entrega de la saga Star Trek ―gran candidata a colofón final de Quentin, aunque si la podremos disfrutar en la pequeña o gran pantalla solo el tiempo lo dirá―. Y aunque después de ver su nuevo filme soy escéptico a creer que no veremos nunca otra película original de Tarantino, sí que es innegable que su última cinta empieza a oler a despedida.
El primer motivo que me lleva, me guste o no, a esta conclusión son el gran número de referencias propias que Tarantino introduce en la que es su novena película. Érase una vez en… Hollywood, sin dejar de ser una de las obras más accesibles del autor ―de esto hablaremos luego―, se convierte en una caja de sorpresas y pequeños guiños para sus seguidores más firmes hasta un punto que cuesta no catalogarla como un ejercicio de fanservice para los fans de Tarantino.
Desde algunos estilemas imprescindibles en cualquier película del director como la nada acomplejada exposición de los pies de personajes femeninos como Conejito ―Margaret Qualley― o Sharon Tate ―Margot Robbie, curiosamente su única parte del cuerpo cercana a la sexualización, ya que se nos presenta como un personaje puro, casi virginal― hasta la repetición de algunas secuencias icónicas de películas anteriores de Tarantino. Por citar algunos ejemplos: Rick Dalton ―Leonardo DiCaprio― quemando nazis como en el apoteósico desenlace de Malditos bastardos o el inicio de la secuencia del Saloon en el western en el que actúa Rick, que supone un calco exacto del comienzo de la última escena de Django desencadenado (2012). Para que os hagáis una idea, el Wilhelm Scream ―tan presente en tantas otras películas de Tarantino― aparece cuando solamente llevamos veinte segundos de metraje.
Además, en Érase una vez en… Hollywood también está presente la típica escena de enamoramiento con el personaje protagonista femenino como en tantas otras películas del autor de Knoxville. Cuando Polanski y Tate se acercan a la fiesta en la mansión Playboy, Tarantino acerca la cámara a Margot Robbie mientras esta baila inocentemente, otorgándole un pedestal mediante un slow motion y una canción suave que suena de fondo. Este tipo de escenas lo podremos encontrar ―siempre con música incorporada, como debe ser― en Pulp Fiction (1994) cuando Mia ―Uma Thurman― baila Girl you’ll be a woman son; en Jackie Brown (1997) cuando la protagonista enamora a ritmo de The Delphonics; en el baile erótico de Death Proof o en Los odiosos ocho, en el caso más atípico, cuando Daisy Domergue ―Jennifer Jason Leigh― chupa la sangre que le mana de la nariz acompañada de Hey little apple blossom. Shoshanna también tiene dedicada una escena similar a Malditos bastados, pero más bien pletórica y empoderada, aunque esto es carne de otro análisis.
Para completar los homenajes propios con los que el director embute su novena película, encontraremos un plantel de secundarios que todos conoceremos por anteriores interpretaciones en obras de Tarantino. A Michael Madsen ―Sheriff Hacket en Érase una vez en… Hollywood― lo podemos encontrar en Reservoir Dogs (1992), Kill Bill (2003) y Los odiosos ocho; igual que Bruce Dern ―George Spahn en Érase y General Sandy Smithers en Los odiosos ocho―, Kurt Russell o Zoë Bell ―presentes ambos en Death Proff y Los odiosos ocho―.
Muchos de los espectadores afirman que Érase una vez en… Hollywood es una película poco tarantiniana o en la que encontramos una versión más contenida de Quentin. Y pese a que en esta ocasión percibo a un Tarantino menos descarado, tampoco la encuentro tan poco personal como la acusan algunos. Érase no es la película más convencional de Tarantino, ni su mejor obra, pero las interrupciones en la narración lineal, los recursos artísticos y narrativos y la presencia puntual y determinante de la violencia estilizada la convierten en una obra inequívoca del autor, aunque en una versión más madura, reflexionada o consciente del nombre que la firma.
Aunque no sea una película tan excepcional como Pulp Fiction o Kill Bill realmente me gusta que sea así. Algunos cinéfilos la encasillan como la más convencional de Tarantino y, si bien no lo creo cierto ―Jackie Brown y, hasta cierto punto Death Proof, son mucho más cercanas a la narración clásica―, es una cuestión innegable que el Tarantino más arriesgado era el Tarantino joven.
Las tres últimas películas del realizador ―Malditos bastardos, Django desencadenado y Los odiosos ocho― ya muestran un autor que ha alcanzado el máximo de su capacidad creativa ―Kill Bill, Reservoir Dogs o Pulp Fiction― y que quiere reivindicarse como un autor maduro y uno de los mejores directores de cine contemporáneos. Por tanto, podemos entender Érase una vez en… Hollywood como una película ciertamente ambiciosa porque se nota que Tarantino se ha dejado piel y alma ―mucho más que en Django o Los odiosos― para proclamarse como un autor serio, de referencia, y no solo como un director simpático que escribe diálogos divertidos mientras la sangre emana a chorros.
Por ese mismo motivo me convence rotundamente la forma en que Érase una vez en… Hollywood está dirigida: porque vemos la vertiente moderada de Tarantino. Sin dejar algunos de los toques distintivos que lo hacen único como director, pero con una dirección más fina y madura en la que cada tiro de cámara, cada panorámica y cada corte en el montaje encajan impecablemente como en un reloj suizo. Porque todo está en un equilibrio perfecto. Si queremos sangre tenemos muchas otras obras de este autor. Si queremos a Tarantino tomándoselo en serio y rodando como Dios, tenemos esta película.
Que Érase una vez en… Hollywood no es una representación exacta de la realidad lo descubriremos en su desenlace. Que esta tampoco es la primera vez que Tarantino reescribe la historia a voluntad propia, también es cierto. Recuerdo las críticas de Malditos bastardos que exponen su poca proximidad a la realidad como un hecho nefasto, especialmente en el clímax de la película cuando el director de Knoxville no duda en abrasar las altas cúpulas del Tercer Reich.
Tarantino, más que guionista o director de cine, es un hábil narrador al que le interesa únicamente contar buenas historias. Que los hechos narrados en estas acaben coincidiendo con los hechos ocurridos en nuestra realidad es un conflicto que se la trae al pairo. Pero, aún así, él lo explicita para que nos quede claro des del mismo principio de la narración con la intención de no encontrarnos posteriormente con decepciones innecesarias. No por otro motivo la película empieza con unas letras que rezan «Érase una vez en una Francia ocupada por los nazis». Todo el metraje que podremos disfrutar a continuación será, por tanto, un cuento. Pura ficción.
Lo mismo ocurre con Érase una vez en… Hollywood. Si el propio título de la película ya remite a este toque de fábula, mito o narración infantil, lo último que podemos esperarnos será una representación explícita del asesinato de Sharon Tate y sus compañeros a manos de los seguidores de la familia Manson.
Aún así, Tarantino sí sentenciará en la película el desgraciado destino de Tate, aunque de una forma muy elegante y respetuosa: mediante una sugestión suave. ¿Recordáis la escena en la que Cliff Booth ―Brad Pitt― debe ir a reparar la antena de televisión de la casa de Rick Dalton mientras su tocayo está rodando? Mientras Cliff bamba por el tejado del chalet del personaje de DiCaprio puede escuchar como una música dulzona y alegre, llena de vida, sale de la casa de Polanski. Es Sharon Tate, como nos mostrará la cámara, que baila inocentemente como desconociendo lo que la providencia le ampara.
Acto seguido, cuando la cámara vuelva a Cliff Booth, este se encenderá un cigarrillo: elemento claro para simbolizar el paso inexorable del tiempo hasta que este se acabe, consumiéndose y muriendo. Como un reloj de arena. La cuenta atrás se inicia junto a los últimos meses de vida de la compañera de Polanski, dirigiéndose a una muerte inevitable que tendremos el gusto de no ver. La muerte ―real― de Sharon Tate será, por tanto, cuestión de tiempo.
Para finalizar el análisis sería conveniente abordar una cuestión de gran importancia y que nos devuelve al inicio. Érase una vez en… Hollywood es una carta de amor al cine, sí, pero ¿qué novedad aporta a la filmografía de Tarantino? ¿Qué dice esta novena película que no se haya mencionado en anteriores homenajes al séptimo arte del director como Death Proof o Malditos bastardos?
Dejando de lado a Death Proof, que haría homenaje a un tipo concreto de cine ―el de serie B, motivo por el cual fue presentada junto con otro filme de Robert Rodríguez en el proyecto Grindhouse, 2007―, podemos ver que Érase una vez en… Hollywood se complementa a la perfección con la sexta película de Tarantino.
Malditos bastardos no solo es un reconocimiento al cine europeo ―sobre todo alemán, inglés, italiano y francés― de mediados del S. XX. También es una gran muestra de cómo el cine puede cambiar la historia. No solo por el contundente desenlace que todos conocemos en el que Tarantino hace volar por los aires a todo el gobierno nazi dentro de una sala de cine, sino por cómo las películas dentro del filme influyen a los propios personajes. En Malditos bastardos el cine tiene una fuerza inigualable, capaz de salir de la pantalla y cambiar la mentalidad y la percepción de las personas que lo consumen. Aquí entra un componente peligroso: el cine, como medio de comunicación de masas que es, utilizado como posible medio de difusión de la propaganda. Muy perceptible con la película protagonizada por Fredrik Zoler ―Daniel Brühl― e ideada por Goebbels ―interpretado en el filme por Sylvester Goth― para aumentar la motivación y determinación de los soldados alemanes.
Así que si en Malditos bastardos Tarantino habla de cómo el cine puede cambiar la historia, en Érase una vez en… Hollywood el director retrata la capacidad de la historia ―o de la sociedad, más bien― de cambiar el cine. En medio de la cruenta Guerra de Vietnam y el auge de la contracultura hippie, Rick Dalton y Cliff Booth habrán de ver cómo el propio Hollywood ―la capital del cine global por antonomasia― cambia de forma irremediable.
Con el final de la década de los 60, la constante presencia de imágenes de la Guerra de Vietnam en las televisiones y periódicos norteamericano dio lugar a un cambio radical en el código audiovisual. Frente a una nueva mirada de los espectadores educada en la violencia explícita y verídica, a la vez que cercana y cotidiana, del conflicto, el cine estadounidense abandonó paulatinamente aquellos géneros en los que la violencia estaba presente pero de forma estilizada y aceptada moralmente: los westerns, el cine negro y las películas de artes marciales.
La violencia pasaría a ser representada, ahora, de forma más cruda y atroz debido a que los espectadores estaban siendo expuestos al ataque explícito a los cuerpos cada noche en sus hogares. El brutal desenlace de Bonnie y Clide, que todos tenemos grabado en la mente, fue exhibido en 1967. Un nuevo tipo de guerras implicaba, en definitiva, un nuevo tipo de cine. La muerte de los ídolos y de las bellas glorias de los cuarenta, cincuenta y sesenta pasaba por la toma del relevo por una nueva generación de directores jóvenes con ganas de romper el paradigma superior: Spielberg, Scorsese, Lucas, Coppola y De Palma.
Es un hecho innegable que Tarantino se acerca al final de su carrera artística dentro del cine. En 2022 se cumplirán ya treinta años del estreno de su primer filme, Reservoir Dogs, y desde entonces tras ocho películas ha conseguido alcanzar el equilibrio perfecto entre su estilo personal distintivo y el código mayoritario. Que Tarantino es uno de los directores más influyentes de la actualidad se puede evidenciar con cada estreno de uno de sus nuevos filmes, consiguiendo atraer el interés de crítica y público a partes iguales, y no solamente del más puritano. Como gran amante del cine que es, en sus películas ha tratado de alabar las obras fílmicas que lo han hecho crecer y demostrar cómo el cine ―con la representación narrativa de unos hechos ficticios― y la sociedad ―la realidad presente en nuestro día a día― son elementos complementarios que se influyen recíprocamente, ubicando sus películas en los límites del espacio de representación.
Al final, ninguno nos quedamos indiferentes cuando miramos una película de este autor y eso solo puede llevarnos a una conclusión clara. El cine cambia la historia tanto como la historia cambia el cine, y el cine de Tarantino nos cambia a todos nosotros.
Un artículo de Carlos Cuesta