De la mano del director Michael Mann tenemos la película de Ferrari, un biopic que, al menos en el papel, prometía explorar las complejidades de la vida de Enzo Ferrari, el hombre que se convirtió en leyenda gracias a sus coches y su escudería. Sin embargo, el resultado es una película que lucha por encontrar su tono, atrapada entre el drama personal, la tensión empresarial y las promesas de velocidad y adrenalina que no quedan del todo cumplidas.
La película narra un periodo crucial en la vida de Enzo Ferrari (Adam Driver): la crisis económica que pone en jaque a su compañía, su tormentosa vida personal y el riesgo de apostar todo en las Mil Millas (Mille Miglia), una de las carreras más emblemáticas de la época. Aunque parece que hay buen material para construir un relato apasionante, Mann no logra un equilibrio narrativo, dejando al espectador con una experiencia tan irregular como el motor de un coche mal ajustado.
Lo mejor que tiene la peli, posiblemente sea su reparto. Adam Driver es, sin duda, el mayor acierto de la película. Su interpretación de Enzo Ferrari va más allá de imitar al personaje histórico. El actor captura la esencia de un hombre dividido entre su ambición desmedida y sus demonios internos. En sus momentos más vulnerables, muestra a un Ferrari casi derrotado, incapaz de lidiar con el peso de su legado. Sin embargo, Driver no puede hacer milagros con un guion que a veces se obsesiona con mostrar a Ferrari como un genio inalcanzable y otras lo reduce a un hombre atrapado en melodramas familiares.
Penélope Cruz, en el papel de Laura Ferrari, aporta una intensidad que contrasta con la frialdad de Enzo. Su personaje, cargado de resentimiento por las infidelidades y los fracasos emocionales de su esposo, tiene algunos de los momentos más dramáticos de la película. Penelope se luce y mantiene el nivel de su compañero. Aun así, al igual que Driver, Cruz se ve limitada por un guion que no termina de decidir qué historia quiere contar.
En cuanto a Shailene Woodley, como Lina Lardi, la amante de Enzo, queda eclipsada en este triangulo amoroso y no llega a la importancia del resto de personajes.
Algún otro aspecto destacable del film es su recreación de la Italia de los años 50. La atención al detalle en la ambientación, los coches y los escenarios es impecable, sumergiendo al espectador en una época donde el automovilismo era un deporte de vida o muerte. Los sonidos de los motores, los paisajes italianos y las secuencias de carrera están diseñados con un realismo que honra la esencia de las Mille Miglia.
Sin embargo, este nivel de cuidado técnico no se extiende a todos los aspectos de la película. Hay momentos donde el CGI, especialmente en escenas de choque o carreras, se ve demasiado cutre y da la sensación de que se quedaron sin presupuesto para según que escenas. Este tipo de detalles es inexcusable en un proyecto de este calibre y reduce el impacto y realismo de algunas de las escenas más importantes.
Es inevitable comparar Ferrari con otras películas que han tratado el automovilismo con más éxito, como Rush de Ron Howard y Le Mans ’66 de James Mangold. Ambas películas entendieron que el automovilismo es tanto un deporte como un teatro de emociones humanas: rivalidades, camaradería, sacrificio y la eterna búsqueda de la perfección. Películas mucho mejores que esta.
En definitiva, Ferrari no es una mala película, pero tampoco es memorable. Se siente como una oportunidad desperdiciada, una obra que tenía todo el potencial para ser un clásico moderno pero que se queda en una experiencia irregular. Las actuaciones de Adam Driver y Penélope Cruz merecen reconocimiento, al igual que el cuidado por el realismo histórico y las escenas de carrera, pero estos elementos no bastan para salvar una narrativa que nunca arranca del todo. Si Rush y Le Mans ’66 son ejemplos de cómo hacer películas sobre automovilismo que emocionan y entretienen, Ferrari es un recordatorio de que tener un buen director y un reparto talentoso no siempre garantiza el éxito.