Pasaba una página del libro tras otra, como cada día de regreso a casa, sumergiéndose cada vez más en la lectura, pero, de repente, algo lo distrajo. No sabía el qué, pero algo le había obligado a levantar la mirada del libro. Al principio se sintió molesto, pero cuando sus ojos abandonaron el paisaje de negro sobre blanco de las hojas impresas y descubrió quién le había molestado, todo dejó de importarle. El libro, las voces del resto de pasajeros… Todo parecía carecer de importancia cuando sus ojos se posaron en la persona que tenía en frente. Ante él había surgido la visión más perfecta que había tenido en toda su vida. Sentada frente a él, en aquel asiento que apenas unos minutos antes ocupaba un sudoroso hombre de facciones poco agraciadas, estaba la chica más bonita que jamás había visto. En medio de aquel vagón de tren, rodeada por la habitual muchedumbre gris que lo poblaba en hora punta, la más bella flor se había abierto paso. Dos ojos del color de la miel tostada reinaban en un rostro alegre, enmarcado por una suave melena dorada y, en el centro, como la guinda de un pastel, unos labios carnosos perfilaban la más agradable de las sonrisas. Dicen que los flechazos no existen, pero en ese instante él no lo creyó, porque acababa de tener uno. Tras unos segundos en los que el tiempo parecía haberse detenido, se dio cuenta de que se había quedado ensimismado mirándola y, desafortunadamente, ella se había percatado de ello. Llevado por un rubor que le crecía en el pecho, rápidamente apartó la mirada e, inconscientemente, la dirigió hacia la ventana, a través de la que solo se veían las oscuras paredes del túnel que el tren recorría. Frente aquella negrura se sintió estúpido, pero, antes de recaer en la palabra escrita, se fijó que, a través del reflejo del cristal, podía seguir contemplándola en secreto. Satisfecho por la argucia, volvió a dirigir la mirada hacia aquellos relucientes ojos que, para su sorpresa, estaban observando directamente los suyos. Al descubrirse por segunda vez como un voyeur descarado, súbitamente regresó a la lectura del libro que sostenía abierto entre sus manos. Página tras página, las palabras bailoteaban ante sus ojos sin que entendiera el significado de ninguna de ellas, ya que su mente seguía ocupada grabando con un hierro candente el rostro de la chica que jamás volvería a ver. Aquella idea lo contrajo, no podía permitir que aquello sucediera, debía evitar que aquel rostro perfecto se convirtiera en una imagen fugaz en su memoria. Tras un momento de duda, levantó la cabeza para dirigirse a la chica, pero, en seguida, comprobó que frente a él solo había un asiento vacío. Se había ido. Lamentándose por su falta de valor, desanimado bajó la mirada de nuevo hacia el libro. Pero cuando apenas había conseguido fijar con sus pupilas la primera de las palabras, unos golpecitos en el hombro lo distrajeron de nuevo. No tenía suficiente con que la chica más bonita que jamás había visto hubiera desaparecido, que encima tenía que soportar las molestas interrupciones del resto de viajeros. Sabiendo que el culpable de la distracción no era otro que la persona que tenía sentada al lado, enervado se giró para protestar por el contacto indeseado, pero antes de poder articular palabra alguna se quedó estupefacto. Ella estaba allí, igual de perfecta que antes. No había desaparecido, solo había cambiado de asiento y, ahora, estaba mirándolo a la vez que le regalaba una alegre sonrisa. De sus labios salió una única palabra: «Hola», pero fue suficiente para saber que se había enamorado.