Cinco años, cinco cursos enteros pasan para que una de las cosas más esperadas de la saga de Harry Potter tenga lugar… que Severus Snape ocupe el deseado asiento como maestro de Defensa contra las artes oscuras. Sí, parece una chorrada, lo sé, pero este suceso desencadenará otros. Después de traer a cinco profesores que no salieron del todo bien, Dumbledore decide darle el cargo a Snape y recurrir a un viejo amigo, Horace Slughorn, para que ocupe el lugar en Pociones, haciendo que Harry deje de odiar la asignatura, no solo por el cambio de profesor, sino también porque ha caído en sus manos un libro de segunda mano para seguir las clases que perteneció a alguien que se hacía llamar «el Príncipe Mestizo», y que detalla con sumo cuidado cómo se deben preparar todo tipo de pociones. Mientras Harry se aprovecha de la situación y logra convertirse en un estudiante brillante, él y sus amigos también seguirán los pasos de Draco Malfoy, que está haciendo cosasa cada vez más sospechosas, hasta el punto de que lleguen a creer que es un mortífago. Y si por si esto no fuera suficiente, Harry también deberá acudir a las periódicas reuniones con Dumbledore en las que este lo hará partícipe de su particular investigación sobre Voldemort.
Como ya dije en anteriores ocasiones, para mí, la magia de Harry Potter —y no me refiero a los hechizos, sino a la sensación de fantasía— terminó con la muerte de Cedric Diggory, marcando un antes y un después en la saga lo suficientemente importante como para que dé la impresión de un auténtico cambio de tono. Si en La orden del Fénix ya se notaba dicho cambio, sobre todo por la atmósfera que envolvía todo cuanto sucedía, en este caso se va más allá y también afecta en los hechos por sí mismos, haciendo que la vida en el mundo mágico sea una tragedia tras otra. Así pues, si todo el drama empezó con Cedric y continuó Sirius —como si Harry no pudiera ser feliz de ningún modo—, aquí Rowling lo remató con la muerte de Dumbledore… que, por otro lado, tampoco fue ninguna sorpresa, en un giro de guion, cuanto menos, bastante previsible.
A estas alturas no puedo negar que hablar de estos libros en positivo me cuesta, ya que si bien guardo un buen recuerdo de cuando los leí —y que disfrute mucho—, lo cierto es que con el paso del tiempo solo queda eso, ya que las relecturas son difíciles. Sin embargo, en este caso sí que recuerdo que tras todo el dramatismo argumental, las tramas de los horrocruxes y el espionaje estudiantil, estaba la historia que le da título al libro, un hilo bastante secundario pero que esta muy bien elaborado, hasta el punto que, un servidor, se sorprendió más con al revelación de este misterio que con el asesinato de Dumbledore a manos de Snape. Había esa sensación de intriga que recordaba a las primeras entregas, de ser una historia autoconclusiva de la que se podría haber sacado mucho más jugo y no quedar tapada por las tramas principales, más típicas y sin tanto gancho.
Lo cierto es que, como ocurre con todas las grandes sagas literarias, a medida que pasa el tiempo y se suceden las entregas, es normal que pierdan la «magia» del principio, lo bonito que tiene la novedad de lo inesperado. Harry Potter y el misterio del príncipe tiene este problema sumado con una necesidad incoherente de alargar hasta el límite las tramas, a la vez que se meten con calzador en un año escolar, sin olvidar el desgaste de las entregas cinematográficas, que si bien iban por detrás, hacían que tuviéramos Harry Potter hasta en la sopa… y, para rematar la faena, resulta que la historia queda abierta del todo a la espera de la conclusión en Las reliquias de la muerte, casi como si esto solo fuera un prólogo muy largo. Bueno, no todo podría ser prefecto.