
El quinto año de Harry en Hogwarts empieza movidito incluso antes de que den comienzo las clases, ya que deberá usar la magia —algo que va contra las leyes del ministerio— para defenderse a él y a su primo del ataque de los dementores. Después del ataque y a la espera de se lo acuse del delito, será trasladado por un grupo de amigos —entre los que están Remus Lupin y Ojoloco Moody— hasta el hogar de Sirius Black, ya que aunque públicamente nadie crea que Voldemort ha regresado —recordemos el final del anterior episodio—, hay un grupo de magos, llamados la Orden del Fénix, que sí que lo creen y que están trabajando para que todo el mundo lo sepa y evitar que el señor del mal se haga más fuerte de lo que ya es. Con todo esto, tras salvarse de los pelos de ser acusado por utilizar magia siendo menor, Harry deberá hacer frente al último mal que azota Hogwarts, Dolores Umbridge, la nueva profesora de Defensa contra las Artes Oscuras, pero también fiel trabajadora del ministerio, que pretende controlar a los alumnos con normas cada vez más estrictas y absurdas. Por suerte, Harry no estará solo en esta tarea, y además de poder contar con Ron y Hermione, habrá un grupo que irá creciendo de alumnos que se unirán para hacerle frente a la vez que aprenden todo aquello que Umbridge se niega a enseñarles.
Llegados al quinto episodio —y décimo artículo casi seguido sobre los libros y las pelis de Harry Potter— lo cierto es que empiezo a tener la sensación de que me repito, pero es que las cosas son como son. De la misma manera que sucede con el libro, la quinta entrega cinematográfica del mago más famoso del mundo tiene dos principales fallos que le complican la vida respecto a entregas anteriores: el estancamiento de la saga y la deriva hacia el cine adolescente y no tan fantástico. En lo primero nos vemos obligados de afirmar que, sin ninguna sorpresa, la trama, si bien puede resultar interesante como una extrapolación de los autoritarismos, lo cierto es que se queda en los hechos y no nos sorprende en cuanto a ambientación fantástica, como sí que sucedía con las precedentes, dejando a un lado esa sensación mágica de que la fantasía nos puede ofrecer todo cuanto podamos imaginar. Por otro lado, tenemos esa necesidad —seguramente procedente del estudio y la productora— de hacer películas enfocadas a un público más adolescente, de aquellos que van solos al cine, para competir con otras franquicias de aquel entonces que estaban empezando a copar el público. Ambos elementos hacen que la cinta, con el tiempo, no sea tan infalible y perfecta como La piedra filosofal, y cueste de ver incluso por aquellos que la disfrutamos cuando se estreno.

Dejando esto al margen, la cinta se mantiene en el nivel de calidad habitual de la franquicia, con unos efectos especiales decentes, una dirección aceptable —David Yates se estrena como director en Harry Potter, algo que lo llevaría hasta la actualidad con las tres entregas de Animales fantásticos— y un reparto que, como siempre, brilla con luz propia. Además de los habituales, hay algunas incorporación interesante como Natalia Tena como Nymphadora Tonks y Helena Bonham Carter como Bellatrix Lestrange, la que realmente se lleva la palma en un papel que borda y consigue captar la esencia del personaje literario es Imelda Staunton en el papel de Dolores Umbridge, que resulta tan perfecto que uno cree que fue escrito pensando en ella.
Así pues, salvando los grandes obstáculos y las más que notables diferencias con el libro —algo inevitable teniendo en cuenta que es el más extenso pero es una de las pelis más breves—, lo cierto es que se trata de una entrega que aguanta el ritmo de las anteriores, y que a la vez sirve como puente entre lo que había sido la saga de Harry Potter hasta ahora y lo que será en el futuro, de cuya deriva hablaremos más adelante. No es de las mejores, pero tampoco es de las peores, se deja ver en general y solo cuando se habla de los sentimientos de sus personajes es cuando es más difícil de digerir, algo inevitable en una franquicia tan larga y cuyo público objetivo tiene —o tenía, ya no lo sé— unos gustos tan cuestionables.