Tras unos peculiares sucesos acontecidos por todo el mundo, tres personajes aún más peculiares dejan a un bebé con una cicatriz en forma de rayo en la frente, ante la puerta de los Dursley, unos humanos sin nada de especial. Ese bebé, con los pasos de los años, se convirtió en Harry Potter, el sobrino de los Dursley, aunque no lo trataran como tal. Era más como un animal que no quieres ver, que no una persona. Los Dursley tenían reparo a que hiciera las mismas cosas raras que hacían sus fallecidos padres, sin embargo, durante toda su vida, un sinfín de extraños e inexplicables sucesos tuvieron lugar alrededor del pequeño Harry. Para ser sinceros, la vida de Harry era horrible, pero todo cambió cuando recibió una extraña carta. Una carta en la que decía que había sido aceptado en la escuela de magia y hechicería de Hogwarts.
De repente, todas las verdades mágicas que los Dursley le habían escondido, se descubrieron para Harry, era hijo de magos, y, sin saber cómo, había vencido al señor de las fuerzas del mal, el temible Volde… ¡Perdón! El Innombrable. Con el cambio de vida, Harry resulta ser rico, tener amigos y, lo más importante, no tiene que aguantar día tras día a los odiosos Dursley, ya que ahora le tienen miedo.
Pero si las cosas fueran así de sencillas. Sin saberlo exactamente, Harry se ve involucrado en un extraño misterio que rodea a Dumbledore, el director de Hogwarts, a Snape, el profesor de pociones, y un pequeño paquete que Hagrid, el guardabosque de Hogwarts, ha retirado del banco de Gringotts… Y hasta aquí puedo leer.
Tampoco quiero alargarme demasiado con el argumento ya que, hoy en día, son pocos los que no conocen por donde van las desventuras de este joven mago que ha conquistado el mundo de la literatura y el del cine. Sin embargo, al acercarme a él de nuevo, me gustaría hacerlo siendo consciente de ello. Me explico, un servidor leyó este libro cuando salió la edición traducida —si fuera hipster-potteriano diría algo así de «yo ya leía Harry Potter antes de que fuera mainstream»—, por lo que se puede decir que, a la práctica, tenía la misma de edad del protagonista, facilitándome —al igual que otros muchos y muchas de mi edad— sumergirse del todo en el mundo que nos presentaba Rowling, y sintiéndome uno más en la aventura. En ese momento, primero leí el libro y después vi la película, pero, a posteriori, por comodidad o por el hecho que cada año teníamos libro o película nueva, si no las dos cosas, la primera entrega se quedó en el olvido, teniendo más presente la película que el texto de Rowling. Por eso, ahora, cuando releí mi viejo ejemplar fue como redescubrir el mundo de nuevo.
Sin bien las películas nos han permitido tener de forma física y visual toda la magia de los libros, también han acabado con uno de los pilares de estas novelas, la imaginación que despertaban en las mentes de sus lectores. Cuando uno se leía estos libros todo era muy diferente a lo que se cuenta en la película, dejando de lado cambios argumentales —que releyendo descubres que son unos cuantos—, había cosas que el cine, literalmente, se ha cargado. Por ejemplo, Harry Potter no tenía el aspecto de Daniel Radcliffe, sino el de uno mismo —alguna ventaja debía tener el cabello negro y las gafas— o el de una persona que crecía en nuestra cabeza. Los techos de Hogwarts eran tan altos como pudiéramos imaginar y el quidditch tan trepidante como quisiéramos que fuera.
Seguramente, estaréis pensando que soy de esos que dicen lo de «los libros son mejores que las películas»… ¡Pues no! Pero sí que son muy distintos, incluso el ritmo al que avanza la historia es diferente, el paso del tiempo es más palpable en las páginas que en los fotogramas.
Incluso ahora, cuando los que leímos por primera vez este libro ya casi tenemos la edad de Harry en el controvertido capítulo de «19 años después», volvemos a hacerlo, es imposible volver a imaginarse cruzando la pared de la estación de King’s Cross; viajando en un tren a vapor; comiendo grageas de todos los sabores o ranas de chocolate —yo sigo esperando poder coleccionar los cromos de los magos famosos—; siendo escogido por el Sombrero Seleccionador —no nos engañemos, todos sabemos a qué casa desearíamos pertenecer… ¡Aupa Ravenclaw!—; o asistir a las más increíbles clases entre los gruesos muros de un colegio que está vivo y repleto de fantasmas; entre un sinfín de cosas más.
Además, Harry Potter y la piedra filosofal tiene algo que ninguno de los otros libros o películas tiene, y es que el primero. Puede que te guste más otra de las aventuras, o creas que está mejor escrito otro de los libros, pero este tiene un elemento mágico que no le podemos negar y tampoco le podemos atribuir a los demás: fue el libro que nos descubrió todo un mundo mágico, donde las cosas más impensables eran posibles y todo se solucionaba en un duelo con varita.
Puede que a nivel literario no sea una obra maestra —tampoco quiero meterme muy en este tema ya que un servidor tampoco es Premio Nobel de Literatura, así que no soy quién para juzgar la forma de escribir—, sin embargo la capacidad evocadora de Harry Potter y la piedra filosofal es infinita, tanto por los personajes que nos presenta, como por la historia y, sobre todo, por el universo que abre ante nuestros ojos —o, mejor dicho, que se oculta de nuestros tristes y muggles ojos—, consiguiendo que una generación tras otra sueñe con recibir una misteriosa carta diciéndoles que han sido aceptados en Hogwarts.