
En la ciudad de Los Ángeles de 1948 predomina la magia, todo el mundo la usa porque, en definitiva, te hace la vida más fácil, solo hay un hombre que no la use, ni para encenderse un cigarrillo, y ese hombre es el detective Harry Philip Lovecraft. Será por este motivo que Lovecraft será contratado por un rico coleccionista que le pide que busque el libro que le robó su chófer, llamado el Necronomicón. Aunque parece un trabajo habitual de los que tiene Lovecraft, lo que no espera es toparse con Harry Bordon, su antiguo compañero y actual dueño del club Dunwich, desde el que controla los bajos fondos de la ciudad.
Si alguna vez alguien se ha preguntado si se puede meter en el mismo cajón a Dashiell Hammett y a H. P. Lovecraft, esta peli le da la respuesta con un clamoroso y contundente sí. Para empezar, la trama de la que parte podría ser cualquier escrita por los grandes autores de la novela negra de los años treinta y cuarenta, y nos puede recordar muchísimo a El sueño eterno, cuya versión para el cine fue protagonizada por Humphrey Bogart y Lauren Bacall en 1946. Sin embargo, en lugar de quedarse en la trama habitual de detectives, chantajes y robos, en este caso se suma el elemento fantasioso mediante la magia, y para ello se nutre de toda la mitología que creó Lovecraft en su obra, desde los dioses antiguos, al Necronomicón, pasando por toda la lista de antiguos mitos y rituales que surgieron de su mente. Pero es que, además, la mayoría de nombres proceden de su imaginario, desde el protagonista que tiene las mismas iniciales y el mismo apellido, hasta el nombre del club, que hace referencia a uno de sus títulos más conocidos; sin olvidar el sinfín de referencias que se hacen a la literatura fantástica.
Esta combinación de elementos podría ser difícil de cuajar, salvo en la mente de realizadores como Guillermo del Toro —por cierto, ¿alguien puede sugerirle un remake de gran presupuesto de su mano?—, y más teniendo en cuenta que se trata de una producción para televisión, directamente para la HBO de principio de los noventa, mucho antes de lo que son ahora las plataformas de streaming. Sin embargo, Martin Campbell, como buen artesano del cine que puede sacar de un apuro a cualquiera —como lo hizo con dos entregas de James Bond o Límite vertical—, consigue una buena cinta de hora y media que, a pesar de las más que evidente limitaciones, sobre todo en efectos visuales, logra que nuestra mente se deje llevar y nos creamos lo que se nos está contando. Pero lo más importante de todo es que la historia, por sí sola, logra mantener una lógica interna que funciona a la perfección y, dentro de su universo, no tiene fallas ni sinsentidos… a no ser que seamos unos puristas del cine negro o de Lovecraft.

Como es de esperar, la peli no solo funciona —aunque sea como producción televisiva casi de serie B— por el buen trabajo del guionista y del director, sino que también lo hace por una interpretación bastante convincente por parte de sus protagonistas. Teniendo en cuenta cual es el trasfondo de la cinta, los actores podrían resultar sobreactuados o desubicados, pero todos ellos hacen gala de sus tablas y demuestran porque, a día de hoy, todavía son respetados actores, de esos secundarios de lujo que siempre, siempre, siempre, demuestran su talento. Con Fred Ward como protagonista, a su lado encontramos nombres de la talla de David Warner, Clancy Brown, Raymond O’Connor o Lee Tergesen, así como una Julianne Moore en el papel de femme fatale. Así pues, aunque de entrada todo el mundo pueda pensar al ver la sinopsis o el trailer de esta cinta que se trata de otra producción de serie B que más vale no ver, en realidad estamos ante un título muy recomendable para aquellos que les gusta la mezcla de géneros y tienen gustos atrevidos, ya que, de algún modo, sirve como una suerte de precuela de Bright, y esa sí que tenía presupuesto para trabajar, y los resultados son diametralmente opuestos. Un título extraño, un poco desconocido, pero que si uno tiene el valor de verla, descubrirá un pequeño diamante en bruto.