
Elio Petri firma una de las sátiras políticas más incisivas y demoledoras del cine italiano con Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, una película que, más de cincuenta años después de su estreno, sigue resultando perturbadoramente vigente. El film disecciona con precisión quirúrgica la relación entre poder, moral y violencia institucional, articulando un relato tan paranoico como lúcido sobre la impunidad del sistema y la corrupción estructural del individuo que lo encarna.
El protagonista —un jefe de policía interpretado por un monumental Gian Maria Volonté— asesina a su amante y deja pistas deliberadamente visibles. Lo que busca no es tanto eludir la ley como probar que la ley no se aplica a quien la encarna. Petri construye un laberinto psicológico en el que el crimen se convierte en un acto de autoafirmación política: una performance del poder que desvela las grietas morales de una sociedad autoritaria, fascinada por el control y la obediencia.
Visualmente, la película es un festín de precisión formal. La fotografía de Luigi Kuveiller encierra al protagonista en encuadres asfixiantes, dominados por líneas rectas, paredes institucionales y una paleta de grises que refleja la alienación burocrática. Cada plano parece diseñado para recordarnos que el poder no solo oprime: también despersonaliza. La cámara se mueve con una frialdad clínica, casi documental, mientras el montaje alterna entre el crimen, la investigación y los delirios de grandeza del asesino, revelando progresivamente su disociación interna.
La partitura de Ennio Morricone es otro eje esencial: una melodía inquietante, casi juguetona, que introduce ironía en medio del horror. Ese tono carnavalesco amplifica la crítica: el sistema judicial y policial, lejos de ser una maquinaria racional, se revela como un espectáculo grotesco sostenido por rituales de obediencia. Petri no filma un thriller convencional, sino una tragedia política travestida de farsa.
Volonté ofrece una interpretación brutalmente física: su rostro, su respiración, su gesticulación desbordada son parte del discurso. Representa al hombre que se cree intocable porque encarna la ley, pero cuya rigidez termina por fracturarlo. En su locura se concentra la enfermedad del poder: la obsesión por el orden que deviene autodestrucción. Su actuación equilibra lo teatral y lo introspectivo, convirtiendo a su personaje en una figura alegórica —el Leviatán moderno—.

Más allá del contexto italiano de los años setenta, marcado por la represión política y el control estatal, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha anticipa la crítica contemporánea al autoritarismo cotidiano. Petri entiende que el poder no necesita solo coerción: también necesita complicidad, ritual y lenguaje. Por eso, la película funciona como una radiografía del discurso autoritario: su sintaxis, sus gestos, su autolegitimación.
La ironía final —la investigación que se sabotea a sí misma— condensa el mensaje del film: no hay crimen sin sistema, ni justicia posible dentro de las estructuras que fabrican la impunidad. En ese sentido, Petri logra algo que pocos cineastas han alcanzado: convertir la forma narrativa en argumento político. Cada plano es un acto de acusación, cada corte un juicio.
Con una puesta en escena meticulosa, un guion afilado y una interpretación central que roza lo hipnótico, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha es una obra maestra de la alegoría política, un espejo deformante en el que aún podemos vernos reflejados. Su lucidez formal y moral le otorgan una modernidad incómoda: la certeza de que el poder, cuando no se cuestiona, siempre acaba devorando a quien lo ejerce.
Una pieza magistral de cine político y psicológico, tan precisa como rabiosa, que demuestra que la impunidad no necesita ocultarse para triunfar: le basta con ser parte del orden.
