
Este relato está basado en hechos reales, sin embargo, el autor los ha tergiversado a su conveniencia para que la historia que quería contar encajara en ellos. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia… A no ser que, por pura casualidad, haya resuelto el misterio de D. B. Cooper, cosa que dudo.
17 de noviembre de 1971
18:06h
Aeropuerto de Las Vegas
Las ruedas patinaron sobre el asfalto de la pista. A pesar de ser mediados de noviembre, el sol del desierto de Nevada ardía a primera hora de la tarde, hasta al punto de hacer pensar a todos los presentes que era mediados de agosto y no finales de otoño. Tras el primer contacto, el piloto maniobró con eficiencia y todos los pasajeros empezaron a moverse, sabiendo que la hora del desembarco estaba cerca. El vuelo desde París, aunque sin problemas ni turbulencias, había sido largo, y eran muchos los que querían estirar las piernas y desentumecer los músculos. Sobre todo aquellos que pretendían pasar la noche quemando su billetera en las salas de los casinos.
Entre estos últimos se hallaban el grupo de cinco amigos de la capital gala que, después de prepararlo durante mucho tiempo, habían conseguido cuadrar sus ocupadas agendas y sacar una semana en la que cumplir su sueño de visitar una de aquellas ciudades que nunca duerme. Se trataba de Emmanuel Brochan, Jacques Dubois, Henri Cormalec, Pierre Lenfant y René Toussaint. Todos ellos cerca de la cuarentena, se habían conocido en la universidad y, desde entonces habían sido inseparables. Y lo que había empezado siendo una broma cuando no eran más que estudiantes, con el paso del tiempo se había convertido en una especie de promesa que se habían hecho. Viajarían a Las Vegas, jugarían, beberían y lo perderían todo, para después de regresar a sus vidas. Una semana de locura para mantener la cordura el resto de sus vidas.
En cuanto salieron del avión y sus pies pisaron los enmoquetados pasillos del aeropuerto, no pudieron evitar mirarse los unos a los otros y, con una sonrisa en los labios, todos estallaron en carcajadas.
—¡Por fin, chicos, por fin! —exclamó Henri con su marcado acento bretón.
—Sí, cuantas ganas tengo de tirar los dados, pedir cartas y…
—Y regresar con la cartera vacía —espetó Emmanuel interrumpiendo las ensoñaciones de Pierre.
—Venga, dejaos de tonterías —se interpuso la sensatez de René—, tenemos que recoger las maletas para ir a por nuestras maravillosas habitaciones en el Caesars Palace.
Jacques, que hasta entonces había permanecido callado, casi como si estuviera sintiendo como era todo diferente a su alrededor. El aroma del aire, la temperatura que lo envolvía, incluso el color del cielo era diferente, volvió al presente y se unió a su grupo con una sonrisa de oreja a oreja.
—Bueno, sí, claro que iremos al Caesars, querido René, pero también pienso dejarme mi dinero en el Dunes, el Stardust, el Sands y el New Frontier. Lo importante es recordar el lema de esta ciudad.
Los demás lo interrogaron con la mirada.
—Lo que ocurre en Las Vegas, se queda en Las Vegas —aclaró.
Los cinco estallaron al unísono en una sonora carcajada que hizo que todos cuantos los rodeaban se giraran con aire molesto y los observaran. El problema que tenía esa ciudad es que atraía a este tipo de turistas, que no pensaban que había gente que vivía y trabajaba allí, no solo que iba a pasárselo bien.
***
24 de noviembre de 1971
22:15h
Aeropuerto de Reno
En cuanto el Boeing 727 tomó tierra en Reno, Nevada, los cuatro miembros de la tripulación que aquella noche habían sido «sutilmente» invitados a viajar hacia el sur, cuando en realidad debían aterrizar en Seattle, Portland, se abalanzaron hacia la cola del aparato. Abrieron la puerta de la cabina y cruzaron todo el avión abriendo las cortinas que separaban la primera clase, para encontrarse con que en la última fila de los asientos no había nadie. El capitán William Scott, el copiloto Bill Rataczak, la asistente de vuelo Tina Mucklow y el ingeniero de vuelo Harold E. Anderson se toparon con que en el avión estaba absolutamente vacío. El enigmático hombre que los había obligado a vivir una de las noches más inquietantes de sus vidas, simplemente no estaba allí. En su lugar solo había dos de los cuatro paracaídas, ocho colillas en un cenicero, un vaso de whiskey vacío y lo que más sorprendió a todos: una corbata de clip con un alfiler de madreperla tirada en el suelo del pasillo del avión. Y nada más.
La única nota discordante en aquel ambiente casi aséptico era la suave brisa de la noche del desierto de Nevada que se colaba por la compuerta de la cola del avión.
Desconcertados se miraron entre ellos. Aunque ninguno de ellos se atreviera a decir nada al respecto, eran muy conscientes que frente a ellos habían las pocas pruebas de las que dispondrían las autoridades para atrapar a ese secuestrador que había logrado poner en jaque a medio país.
Fue el capitán Scott el que se acercó a esas evidencias y las miró, sin tocarlas, como si quisiera cerciorase de que fueran auténticas, que no formaban parte del sueño que creía haber vivido aquella noche.
—Y, ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Mucklow.
El capitán giró sobre sus talones y miró a sus tres compañeros, aquellos con los que había compartido la tensión y el nerviosismo durante todo el vuelo desde Seattle a Reno.
—¿Nosotros? —Era una pregunta retórica—. Nada, responder a las preguntas que nos haga la policía e intentar dar el máximo de detalles posibles para que ellos puedan hacer su trabajo. —Observó detenidamente a sus compañeros y añadió—: Nosotros ya hemos hecho más de lo que debíamos.
Los demás estuvieron de acuerdo y lo hicieron saber con un firme golpe de cabeza.
El ingeniero Anderson hizo ademán de salir por las escaleras de cola del avión, pero el capitán y el copiloto Rataczak lo detuvieron. Scott sacudió la cabeza y lo condujo de nuevo hacia el morro del aparato. Abrieron la compuerta del lateral y desplegaron la escalera justo en el instante en el que el eco de las sirenas de policía se acrecentaba acercándose a ellos y el reluciente parpadeo azul de sus luces los iluminaban. En cuanto pisaron el suelo de la pista, los primeros vehículos ya se aproximaban a ellos. La paz del desierto había desaparecido por completo.
***
18 de noviembre de 1971
20:57h
Casino del Caesars Palace, Las Vegas
La tensión se palpaba en el ambiente, alrededor de aquella mesa de blackjack había cuatro jugadores que hacía ratos que se iban quitando el dinero los unos a los otros manteniendo sus particulares caras de póquer para conseguir mantener las apuestas con cada carta que el crupier les entregaba. Hacía ya un buen rato que René, desesperado, había abandonado aquella parte del casino y se había ido a gastar unas cuantas monedas en las tragaperras.
—Allá tú, Jacques, creo que estás aguantando demasiado el tipo. Recuerda que estamos de vacaciones —le había dicho antes de irse.
A lo que Jacques solo había respondido con un gesto para que su amigo lo dejara en paz. En parte el bueno de René tenía razón, pero tanto Jacques como los otros tres creían que no pasaba nada con seguir jugando, aunque fuera un poco más fuerte de lo normal. Al fin y al cabo, como él había dicho, estaban de vacaciones, ¿no?
Sin embargo, lo que había empezado con una broma, ahora ya estaba siendo algo realmente serio. Emmanuel no se había sentado a jugar alegando que ese no era su tipo de juego, pero no se perdía ningún movimiento. Mientras que Herni y Pierre ya habían abandonado la mesa por miedo a quedarse realmente sin dinero. Solo Jacques, seguramente el más loco de todos ellos, seguía manteniendo la compostura y, para sorpresa de los demás, ganando algún que otro dólar con el que llenar la saca común de beneficios que habían pactado tener los cinco amigos.
Como en las anteriores partidas, el crupier empezó a repartir las primeras cartas, mientras que cantaba las suyas, dirigiendo las diferentes apuestas para seguir avanzando. Era como un baile, sutil y, en apariencia, tranquilo, que se desarrollaba sobre aquel tapete verde de Las Vegas. Del mismo modo que ocurría en otras mesas y en otros casinos, pero, a pesar de ello, para los cinco amigos, era como si aquel momento, en aquel preciso momento, se hubiera convertido en el centro del universo. A medida que los diferentes jugadores se plantaban o pedían cartas, Emmanuel, Henri y Pierre contenían la respiración, casi como si se hubieran olvidado de que necesitaban aire para seguir viviendo. Sin embargo, Jacques seguía manteniendo el tipo, impertérrito a las miradas altivas de los demás jugadores, que lo consideraban más fácil de vencer por el mero hecho de no ser estadounidense.
—Creo que ha llegado el momento de apostar… —dijo Jacques mientras miraba las fichas que tenía frente a él con gesto teatral—. Todo lo que me queda.
La suma era importante, hubo un jugador que, de inmediato, se retiró. Sin embargo, los demás aceptaron la apuesta. Por ese mismo motivo, cuando el crupier entregó las cartas y cada jugador las reveló, los tres franceses que permanecían de pie tras su amigo no pudieron evitar lanzar un grito de alegría. Jacques había conseguido un blackjack perfecto.
Los demás jugadores gruñeron para sus adentros mientras los tres amigos zarandeaban al triunfador.
—¡Eres un genio, amigo mío! ¡Un genio! —exclamó Henri.
Sin perder la compostura y con el buen saber hacer del ganador, Jacques se despidió de sus contrincantes, entregó una generosa moneda al crupier y cogió sus ganancias.
Los cuatro se encaminaron al foso de las máquinas para contarle a René lo que había ocurrido, pero Emmanuel no pudo contenerse.
—Pero ¿cómo has logrado llevarte esa mano? —preguntó, atorado por la maestría de Jacques.
—Muy sencillo, solo tenía que hacer creer a los demás lo que querían creer que, en este caso, era que tenían las de ganar.
—¿Y lo de apostarlo todo? —inquirió Emmanuel de nuevo.
—La guinda del pastel. Ese pequeño detalle que, por estúpido que parezca, es lo que hace que el resto de cosas sean creíbles. —Hizo una pausa y miró a los demás—. Y, ahora, dejémonos de juegos y vayamos a por René, tenemos algo que celebrar, ¿no creéis?
Sin añadir nada más y entre carcajadas se fundieron en la multitud que llenaba el casino, convirtiéndose en parte de ese sinfín de ganadores y perdedores que poblaban y se movían entre las máquinas y las mesas de juego.
***
24 de noviembre de 1971
20:13h
Vuelo NWA 305, cielo sobre el estado de Washington
El secuestrador comprobó la hora en su reloj de pulsera. Había pasado un poco más de media hora de vuelo desde que habían abandonado el Aeropuerto de Seattle y, según sus cálculos, pronto sobrevolarían la frontera entre Washington y Oregón, por lo que debía llevar a cabo la siguiente parte del plan.
Tenía que aprovechar que volaban bajo sobre una área bastante remota y con espesos bosques para llevar a cabo una maniobra de distracción crucial para que el resto de su plan funcionara por sí solo.
Tras comprobar que la tripulación le había hecho caso y se había encerrado en la cabina, se levantó de su asiento, se puso dos de los paracaídas, uno trasero y otro frontal de emergencia, cogió el maletín, que ató hábilmente al arnés del paracaídas, y la bolsa con el dinero. Recorrió los metros que lo separaban de la puerta trasera del Boeing 727 y activó el mecanismo de apertura.
En cuanto las escaleras de popa descendieron —a la vez que una luz roja de advertencia se encendía en la cabina de pilotaje—, un aire frío penetró en el aparato y golpeó al secuestrador. Gruñó algo aparentemente incomprensible. Tal vez una maldición en francés.
Agarrándose a las barandillas, bajó por la escalera que se extendía sobre la más oscura de las noches, con sumo cuidado de no caerse, ya que en ese momento su intención no era saltar y abandonar el avión, solo hacerlo creer.
Cuando llegó al último peldaño, cogió la bolsa del dinero, la abrió y empezó a lanzar los fajos de billetes que contenía al aire. Teniendo en cuenta la velocidad y la altura a la que se desplazaban y el viento que soplaba a su alrededor, seguro que se esparcirían rápidamente en un radio enorme, y un billete de papel se pudriría en pocos días para desaparecer para siempre. Cuando hubo terminado la operación, guardó la bolsa en el interior del maletín, que comprobó que estuviera firmemente atado a su arnés y se santiguó.
Con ambas manos sujetas fuertemente a las barandillas, saltó con todas sus fuerzas para provocar que todo el avión se sacudiera, algo que consiguió de tal modo que incluso los cuatro miembros de la tripulación que estaban en proa lo percibieron.
Después de dicha temeraria operación, el secuestrador volvió sobre sus pasos. Se detuvo un instante al lado de la fila dieciocho para recuperar el aliento y se quitó la corbata de clip que llevaba para arrojarla en el suelo. Sonrió, ese movimiento, ese pequeño detalle, esa corbata sin importancia allí tirada, haría que todos se desconcertarán al pensar porqué estaba allí esa corbata. Era el macguffin o el arenque rojo perfecto, según se mirase.
Satisfecho con su jugada, volvió a la parte trasera, pero en lugar de saltar desde la escalera, abrió una trampilla del suelo y se dejó caer en la bodega, donde esperaría el momento oportuno para salir del aparato.
