Hacía tiempo que no me sorprendía tanto algo alabado por la crítica —sí, soy el puro espíritu de la contradicción, cuando todo el mundo dice que algo es bueno, a mí no me convence, soy así (y me estoy encogiendo de hombros mientras escribo)—, y la verdad es que estoy de acuerdo con mucho de lo que se ha dicho. Los Coen, como todos los «autores» del cine, tienen sus peculiaridades —lo mismo sucede con Tarantino, Allen, o cualquier otro director cuyas películas solo se puedan clasificar dentro de su filmografía—, y, con ellas, solo consiguen que el público reaccione de dos maneras: adore su arte o lo odie a muerte. Seguramente son más comedidos que Tarantino —porque Tarantino no se corta ni un pelo—, sin embargo tienen sus cosillas, pero en este caso demuestran de lo que son capaces, y lo hacen con total libertad de movimientos.
Es precisamente en este último detalle que reside la brillantez de esta cinta. Los Coen siempre han hecho lo que han querido, pero eso siempre ha tenido un riesgo, y siendo como están evolucionando las cosas en la industria del cine, no es ninguna sorpresa que cada vez más tengan las manos atadas por las productoras que —se quiera o no se quiera— solo buscan aumentar beneficios año tras año. Por eso, para esta ocasión, los hermanos han decidido cambiar la manera de estrenar su historia, y no han dudado en aceptar la seguro más que suculenta oferta de Netflix, que no olvidemos que es una empresa como las otras, pero que, por motivos que no sabemos, tiende a arriesgarse más que las primeras. Por ese motivo, no es de extrañar que una película formada por seis relatos independientes que solo comparten en el escenario, haya tenido cabida en su concepto televisivo, mientras que estrenado en una sala hubiera tenido una acogida un tanto diferente. Salvando todas las distancias posibles, tiene ese estilo de aquellas películas británicas protagonizadas por Christopher Lee, Vincent Price y Peter Cushing, como Doctor Terror, La mansión de los crímenes o El Club de los Monstruos.
Pero dejémonos de tesis sobre cine, y centrémonos en lo que importa: La balada de Buster Scruggs (y otros cuentos del Oeste) —The Balad of Buster Scruggs and Other Tales of the American Frontier, que con una presentación en forma de libro que va pasando páginas con ilustraciones y relatos, recuerda a los libros recopilatorios de relatos de «vaqueros»… muy recomendables por cierto, y que en nuestro país se pueden leer gracias a la editorial Valdemar y su colección Frontera—, una película formada por seis relatos que tienen lugar en el Lejano Oeste, pero cuyas temáticas, enfoques y tonos son completamente diferentes. Tenemos desde relatos de ladrones, de diligencias, de caravanas, de duelos; con aires del western más clásico, de peli de terror, de drama, de comedia negra —algo común en todos los relatos, sino también en la obra de los Coen—; sin hablar el diferente tratamiento a la luz, al ritmo del relato, incluso al guión, que parece escrito por diferentes manos: hay segmentos con canciones, otras con mucho guión, y otras en las que las palabras casi no existen.
Para llevar a cabo este proyecto —para el que sus creadores han estado trabajando a lo largo de dos décadas y media, que se dice rápido—, los Coen han contado con un reparto de auténtico lujo: Tim Blake Nelson, Clancy Brown, Tim DeZarn, James Franco, Stephen Root, Liam Neeson, Harry Melling, Jiji Hise, Tom Waits, Bill Heck, Brendan Gleeson, Saul Rubinek, Tyne Daly, y podría seguir y seguir. Todos ellos logran dar vida a unos personajes arquetípicos pero geniales, que se mueven en un entorno perfectamente creado, digno de las mejores películas históricas, en las que lo más importante es la ambientación.
La balada de Buster Scruggs destaca por cualquier elemento que la forme: el guión, los actores, la realización, pero si por algo creo que se merece una mención especial es por la fotografía. Y es que a medida que avanza, descubrimos que la luz es un personaje más, que juega con los otros según sea necesario para la historia. Hay historias en los que apenas hay sombras, otras que son filmadas durante «la hora mágica», y otras en las que se ha buscado ese tono tan peculiar de los spaghetti western. No es para menos que se pueda decir que es una película que brille con luz propia… Lo sé, lo sé, el comentario era forzado y cogido con pinzas.
Una de las pocas pegas que se le puede hallar a esta película es que empieza muy fuerte y a medida que avanza el metraje parece que pierda fuelle. Los segmentos de The Ballad of Buster Scruggs, Near Algodones y All Gold Canyon son brillantes y tienen un tono perfecto, mientras que los otros tres —Meal Ticket, The Gal Who Got Rattled y The Mortal Remains—, aun siendo buenos, es como si se desinflaran a medida va avanzando, algo que se acentúa más teniendo lo bueno al principio y lo no tan bueno al final.
Podría resumiros cada relato para que comprendierais este «bajón» de ritmo en cuanto a la trama, sin embargo, prefiero decir que el argumento no llega a tener importancia, ya que lo que realmente importa es la manera en la que, en apenas unos minutos, se crea un ambiente acorde el mensaje que se quiere enviar. Y es que La balada de Buster Scruggs no es tanto una película del oeste, es una antología de relatos que hacen tributo a un género inmortal del cine, y un producto que vale mucho la pena ver.