Pierre Brochant es un editor de éxito que cada semana se reúne con sus amigos para hacer una cena de idiotas, que consiste en que cada uno de ellos debe llevar como acompañante un idiota, un individuo que, por algún motivo, sea motivo de burla jocosa de este supuesto grupo de “élite”, y el mejor idiota de la velada hace que su anfitrión gane la partida. Pero en esta ocasión Pierre no tiene ninguno, y teme presentarse sin nadie a su lado, algo que podría ser un desastre para su buena racha. Sin embargo, gracias a un amigo, conoce a François Pignon, un trabajador de hacienda que se dedica a hacer maquetas con cerillas. Con esta perla Pierre tiene clarísimo que ganara, lo que no espera es que le dé un fuerte ataque de lumbago y que, para rematarlo, Pignon se presente en su casa para ir a la cena y cause un desastre tras de otro, en un sinfín de mala suerte para hasta el entonces exitoso Brochant.
El máximo responsable de esta cinta es Francis Veber que, en retrospectiva, es uno de los mayores genios de la comedia francesa, heredero directo del humor visualmente sutil de Jacques Tati, del que mantiene la esencia, pero al que añade guiones rápidos, mordaces y muy bien escritos, siendo un hacha en este aspecto al demostrarlo en las pelis que el mismo dirige, pero también en títulos que se han internacionalizado como Una jaula de grillos (Mike Nichols, 1996). Sin embargo, hoy hablaremos de la que se puede considerar su obra maestra, La cena de las idiotas, realizada después de triunfar en el mercado francés con la pareja formada por Pierre Richard y Gérard Depardieu, ahora consigue ir más allá al lograr el hito de convertir esta historia aparentemente sencilla y pequeña, en una de las mejores pelis de la filmografía gala.
En este aspecto, la peli es tan minimalista que, presentada como una obra de teatro, todo el film transcurre, principalmente, en un solo escenario, la casa de Brochant, donde él se arrastra de un extremo a otro del piso debido a su dolor de espalda, y su idiota todo lo que hace para ayudarle se convierte en una forma de empeorar las cosas, en un gafe permanente que parece perseguirlo. En cierta manera, es como si el karma actuara con todo su poder al hacer que Brochant sufra en manos de Pignon en compensación de lo que ha abusado de idiotas anteriores. Es aquí cuando entra en juego las habilidades innatas de Pignon, dando lugar a secuencias memorables, como las repetitivas llamadas telefónicas en las que el embrollo del argumento solo hace que complicarse más y más, para que Brochant se ponga de los nervios pagando por todas las cenas de idiotas que ha realizado a lo largo de su vida.
Como es de esperar en una cinta en la que el guion y los personajes juegan un papel tan importante, el reparto es excelente. Francis Veber se rodea de actores de la talla de Thierry Lhermitte, como Pierre Brochant, que aún siendo el protagonista, lo cierto es que solo es el sparring perfecto para el otro protagonista, François Pignon. En La cena de los idiotas la auténtica clave reside en este personaje y en el actor que le da vida, un brillante Jacques Villeret, que alcanza el cenit del idiota fílmico al conseguir diversos premios por su interpretación cómica pero a la vez dramática de este personaje que llama a la burla, pero para el que se necesita un calidad actoral al alcance de pocos. Aunque el personaje viene de antes, interpretado por Jacques Brel o Pierre Richard, se podría hablar que La cena de los idiotas es el nacimiento de François Pignon, haciéndolo a lo grande para que, después, el propio Veber y otros actores siguieran perfilándolo en pelis como Salir del armario y El juego de los idiotas.
Aunque parte de una premisa claramente cruel, como lo es una cena de este tipo, la peli se convierte de la mano de Veber en un excelente film cómico de gran calidad que hoy ya se ha convertido en uno de los clásicos de la comedia, tanto francesa como internacional. Poco más se puede decir, de una cinta que apenas dura una hora y cuarto, pero en la que ninguno de sus minutos decepciona.