
Estamos ante una película que combina el realismo social con el tono de fábula coral. Ambientada en un pequeño pueblo del norte de África —sin especificar país, aunque la referencia cultural apunta a Marruecos—, la historia se inspira libremente en la comedia de Aristófanes, Lisístrata, trasladando su argumento a un contexto contemporáneo y profundamente femenino. El punto de partida es tan sencillo como potente: cansadas de cargar agua desde una fuente lejana mientras los hombres del pueblo descansan, las mujeres deciden declararse en “huelga de amor” hasta que sus esposos asuman su parte del esfuerzo. En apariencia, el planteamiento podría prestarse al humor ligero o al didactismo, pero Mihăileanu evita ambos extremos. Lo que ofrece es una historia de dignidad y resistencia, contada desde el corazón de una comunidad donde la tradición pesa tanto como la aridez del paisaje.
El guion, escrito por el propio Mihăileanu junto a Alain-Michel Blanc y Catherine Ramberg, construye una narración equilibrada entre drama y comedia. Hay momentos de auténtica ternura y también de dureza, pero siempre bajo una mirada respetuosa hacia sus personajes. Las mujeres no son retratadas como heroínas abstractas, sino como personas reales que oscilan entre la esperanza y el miedo, la rebeldía y la obediencia.
Leïla Bekhti interpreta a Leïla, la joven esposa que se convierte en el alma de la revuelta. Su actuación es el eje emocional del filme: transmite convicción, pero también vulnerabilidad. Frente a ella, Saleh Bakri —como su marido, Sami— ofrece una interpretación contenida que encarna la ambivalencia del cambio masculino: el hombre que comprende, pero no siempre se atreve. Las secundarias, especialmente Hafsia Herzi y Biyouna, aportan una riqueza coral que da textura y veracidad al relato.
Uno de los grandes aciertos de La fuente de las mujeres es la forma en que mezcla lo local con lo universal. Mihăileanu filma el pueblo como un microcosmos donde se reflejan conflictos que trascienden fronteras: el papel de la mujer en sociedades patriarcales, el peso de la religión mal interpretada, y la tensión entre tradición y progreso. Sin embargo, nunca lo hace desde el paternalismo o la superioridad moral; su cámara observa, acompaña, escucha.
La dirección es sobria, sin efectismos. La puesta en escena aprovecha los espacios abiertos, los caminos polvorientos y las casas encaladas para crear una atmósfera luminosa, casi espiritual. La fotografía de Glynn Speeckaert juega con la luz natural para acentuar la belleza del desierto y los tonos cálidos de las telas y los rostros. Cada plano parece bañado por el polvo y el sol, como si la tierra misma participara de la historia. La música de Armand Amar, con sus percusiones suaves y melodías vocales, refuerza el carácter ritual del relato, conectando la acción con una dimensión casi sagrada.

No obstante, la película no está exenta de desequilibrios. En algunos momentos, el guion se alarga y repite sus ideas, sobre todo hacia el final. La insistencia en subrayar el mensaje —la necesidad de igualdad y de escucha entre hombres y mujeres— resta algo de fuerza a lo que ya había quedado claro por la propia narración. También hay cierta idealización de la sororidad: el retrato de las mujeres unidas por una causa común es inspirador, pero algo utópico en su armonía. Aun así, se agradece que el film prefiera el optimismo al cinismo.
Desde una mirada centrada en el mensaje, lo que más destaca es su fe en el diálogo y la educación como motores del cambio. La fuente de las mujeres no plantea una guerra entre sexos, sino un proceso de aprendizaje mutuo. El agua, metáfora constante, simboliza la vida, la necesidad compartida y el flujo que conecta generaciones y géneros. En una de las escenas más bellas, Leïla explica que “sin el agua no hay amor, y sin amor no hay vida”: una línea sencilla que condensa la poética humanista de Mihăileanu.
La fuente de las mujeres es una película sincera, bienintencionada y visualmente hermosa. Su ritmo pausado puede exigir paciencia, pero quien se deje llevar por su cadencia encontrará un relato lleno de humanidad y esperanza. No es una obra redonda —le falta algo de contención y sutileza en algunos pasajes—, pero su honestidad emocional compensa esos excesos.
Personalmente, conmovió la forma en que el director aborda un tema complejo sin recurrir al dramatismo ni a la victimización. Aquí las mujeres no son mártires ni heroínas de cartón, sino seres humanos que reclaman algo tan básico como el respeto y la participación. En tiempos en que el feminismo a menudo se caricaturiza, resulta refrescante encontrar una historia que lo exprese desde la vida cotidiana, el amor y la risa compartida.
Una película luminosa, cálida y comprometida, que nos recuerda que el cambio comienza en los gestos más simples: compartir la carga, escuchar al otro y no dejar que la sed —de justicia, de igualdad, de amor— se apague.
