La tenue luz de las farolas de la calle cruzaba, contradictoriamente poderosa, las rendijas de la persiana de madera, haciendo que mi despacho se asemejara a una película, con una sutil gama de grises, provocando unos enigmáticos juegos de siluetas sobre el parque desgastado del suelo. Estaba recostado en mi silla de oficina de madera pulida por el uso —no solo el mío, sino también el de anteriores propietarios—, con mi sombrero sobre mis cejas, impidiendo que cualquier resplandor me deslumbrara por sorpresa y me privara del sentido de la vista. Cuando se vivía en la oscuridad, cualquier precaución era poca, como la que descansaba encima del escritorio con seis balas en su tambor. Sobre el mueble había poca cosa: unas cuantas hojas escritas a máquina expresamente mal esparcidas, fingiendo algún tipo de trepidante actividad de despacho, de la que carecía; un cenicero en el que reposaban decenas de colillas ya extintas, mientras que la última de ellas, aún moribunda, pausadamente soltaba un fino hilillo de humo que ascendía hasta el techo, enturbiando el ambiente; un vaso de cristal para whiskey, tal vez lo más valioso que había en aquella oficina —incluso más que mi propia vida—, con un hilo que se derretía en medio dedo del susodicho licor; y, por último, mi revolver, el único recuerdo que guardaba de tiempos mejores, cuando hacia la ronda por el barrio y me saludaban con respeto por mi trabajo. No como ahora, relegado a lo más profundo del abismo del escalafón humano, hasta donde me había visto llevado por los bajos fondos de una ciudad que apenas reconocía, con el único objetivo de representar el frágil y corrompido brazo de la ley, aunque sin el permiso de esta. Frente a mí, hacia donde el cañón de mi calibre 38 apuntaba, al otro lado del escritorio, en una puerta con una ventana de cristal opaco, se podía leer del revés el nombre de mi agencia de detectives. Una denominación un tanto pretenciosa para el cuchitril de un policía venido a menos que no sabía ganarse la vida de otro modo, y más cuando el nombre era aprovechado del desafortunado inquilino que me precedió. Todas las noches eran igual de tediosas y aburridas, aunque con el tiempo había aprendido que era en la oscuridad del crepúsculo, cuando los posibles clientes se sentían más seguros para solicitar la ayuda al último recurso de cualquier hombre sensato. Por norma, nunca pasaba nada, las horas transcurrían sin otro sobresalto que el descubrimiento del vaso de whiskey vacío, o el desvanecimiento del sabor de la última calada del último cigarrillo. Sin embargo, de vez en cuando, la luz del pasillo que daba a mi oficina se iluminaba, y desatando una lucha con las sombras provocadas por las farolas del exterior, extendía su parpadeante poderío hacia la puerta, proyectando la silueta de las letras grabadas en el cristal, sobre el suelo. Como acababa de suceder. Tras unos segundos en los que creí que la luz se había encendido por un cortocircuito en la instalación, el sonido de unos tacones resonó en las paredes del pasillo, a la vez que la sinuosa sombra de una mujer se proyectaba a través del opaco cristal de mi puerta. Unos sutiles golpecitos de unos delicados nudillos, me indicaron que aquella mujer había venido hasta allí para verme a mí. Así que, sin más, dije con voz resacosa: «Adelante». El pomo de la puerta giró, esta se movió sobre las bisagras chirriantes de metal y, a contra luz, se definió la casi perfecta figura de una mujer joven, de pelo claro y de buen vestir, que me regalaba una expresión de necesidad y socorro. Sabía de sobras que, llegados a este punto, los desesperados clientes que se atrevían a cruzar el umbral de mi puerta, vomitaban todo lo que querían decirme, sin necesidad alguna de que yo preguntara absolutamente nada. Sin embargo, de los intensamente rojos labios de la mujer no salió palabra alguna, tan solo sonrió, mostrándome sus afilados y amenazadores colmillos, y supe que no había venido a pedirme ayuda. Era una de esas malditas chupasangres que poblaban la noche de aquella ciudad, cuyos amaneceres se contaban por los cuerpos resecos con mordiscos en el cuello que dejaban tras de sí. Sin embargo, yo no pretendía ser uno de ellos. Para mi suerte y para su desgracia, tenía mi revolver a mano y sus balas eran de plata.