
Los 4 Fantásticos: Primeros pasos es una de esas películas que llegan con una losa enorme sobre los hombros. No solo tiene que relanzar una de las familias más icónicas de Marvel, sino también limpiar el desastre emocional que dejó el intento anterior Los cuatro fantásticos de Josh Trank (2015). El director Matt Shakman se enfrenta aquí a un reto imposible: hacer interesante una historia que el público ya ha visto tres veces, pero ahora dentro del universo cinematográfico de Marvel, con todo lo que eso implica en expectativas, estilo y tono.
Empezamos con la trama, que directamente, flojea. Lo que debería ser una epopeya sobre exploración, sacrificio y humanidad acaba reducido a una sucesión de escenas que apenas conectan entre sí. Los momentos más interesantes —esas breves pinceladas de un mundo unido ante un proyecto global, o la reflexión sobre el papel de la ciencia frente al poder— se resuelven en dos frases o, peor aún, en montajes apresurados. Y mientras tanto, sí, ahí tenemos interminables planos del bebé CGI, que más que adorable parece escapado de una pesadilla digital. Disney: paga a tus artistas de efectos visuales y dales tiempo para respirar, hostia.
El gran villano de esta historia es Galactus, una entidad cosmica capaz de deborar planetas. Sin embargo aquí su presencia es insípida, desdibujada, una amenaza genérica que nunca transmite ni temor ni fascinación. El Galactus de Shakman es un ente sin alma, sin propósito, que aparece como excusa para el clímax, sin construcción previa ni peso emocional. En otras palabras: el peor Galactus imaginable. Su heraldo, Silver Surfer (Julia Garner), tampoco consigue mejorar el panorama; está desaprovechada, usada más como una herramienta de guion que como un personaje con conflicto o dimensión propia.

Y los protagonistas, pese a su excelente reparto, hacen poco o nada con el material que tienen. Pedro Pascal cumple como Reed Richards, pero su “genio atormentado” nunca pasa de lo superficial. Vanessa Kirby tiene el porte y la intensidad necesarios para Sue Storm, pero el guion la reduce a un rol casi maternal sin mayor desarrollo. Joseph Quinn como Johnny Storm promete carisma y chispa, pero se queda en un boceto, Ebon Moss-Bachrach, quizá el más humano de todos, apenas dispone de un par de escenas para mostrar la tragedia de Ben Grimm. Ninguno de ellos llega a sentirse real.
Y lo peor: la humanidad brilla por su ausencia. En el universo cinematográfico de Marvel ya no existen personas normales. Aquí, los héroes deciden que el mundo entero se una en un proyecto global con enormes sacrificios… y todas las naciones acceden sin un pero. No hay política, no hay conflicto, no hay oposición. Un discursito de Sue Storm en un jardín con cuatro extras basta para convencer a la humanidad entera. Es como si Marvel hubiera olvidado que los héroes solo importan si el mundo que salvan también parece vivo.

El resultado es frustrante porque hay potencial, y mucho. La estética retrofuturista y la ambientación alternativa son un soplo de aire fresco, el diseño de personajes tiene personalidad, y la idea de desligarse del MCU principal parecía el escenario perfecto para empezar de cero. Pero el film nunca se atreve a explorar nada con verdadera curiosidad o emoción. Todo se queda en la superficie, como si temieran aburrir a alguien si se paraban a profundizar.
No es un desastre —como lo fue el infame Fant4stic de 2015—, pero tampoco es una gran película. Personalmente, no está al nivel de Los 4 Fantásticos de 2005, aunque quizá sí un poco por encima de Los 4 Fantásticos y Silver Surfer (2007). Es correcta, olvidable pero entretenida. Su mayor pecado no es ser mala, sino ser otra más, otra pieza intercambiable dentro de una maquinaria creativa que parece funcionar en piloto automático. Y eso, en una saga que nació del espíritu de la aventura y la imaginación desbordada, resulta casi imperdonable. Visualmente cuidada, narrativamente hueca, y emocionalmente ausente.
