
En México no solamente hay mariachis, guacamole sin ajo y futbolistas muy mediocres. Tienen algo, algo que nosotros llamaríamos bizarro pero que para ellos es simplemente “bárbaro”. El kich, las calaveras de colorines, el Santo partiéndole el pecho al hombre lobo, las vampiras lesbianas, las ficheras o los charros cantores no son ni medio normales en cualquier parte del universo… en México son lo bárbaro. Los mexicanos están más acostumbrado a la desmesura que nosotros, siempre habrá algún chulo mesetario que querrá probar el chile muy picante en su viaje de boda a Cancún, esperemos que se apiaden de él y le den una rama de alcachofera para que la vaya chupando.
Pues bien, Los parecidos es una paja mental de tamaño bárbaro, aunque sus referentes en este caso sean la Twilight Zone y los cómics de ciencia ficción pulp. El tinglado está dirigido por Isaac Ezban, personaje de gran frikismo conocido por su bigote de espadachín, sus camisas de leñador, su colección de pistolas láser y su afición a hacer películas de las que te quedas con el culo torcido.
Esto va de reunir a un puñado de gente, ninguno de ellos tiene que estar bien de la azotea, y ponerlos a hacer el ganso en una estación de autobús durante una tormenta. Hay que grabarlo todo en plan retro, descolorido, con grano y polvillo, pero además mal. Como las pelis de terror antiguas, pero sin dinero, con lo que además queda casposo y así es mucho más auténtico. Debe notarse mucho que el realizador tiene “personalidad” intentando encuadres y movimientos de cámara guapos y audaces, hasta que se canse del plató de mierda que le han dado y se dedique a dejar la cámara plantada y echarse a dormir. Al final no he podido saber si toda la película es un croma o realmente existe un lugar tan hortera en este mismo universo.
La embarazada de raso, Camarón, el niño intubado, el estudiante frikazo, la indígena loca… todos deben comportarse como no lo haría un ser humano normal y en lugar de largarse al hotel, al bar, al puticlub o a meterse picos de heroína en el solar de la esquina, deben permanecer en el recinto aunque empiecen a pasar cosas cada vez más chungas. De hecho, las cosas que les pasan son las que hacen que la película valga mucho la pena, porque de entrada la idea central pone de 0 a 100 las revoluciones del subnormalometro en un segundo, y a partir de allí ya se sale de la gráfica.

El problema aquí es que no solo la idea central es fruto de una gran fumada de crack, sino que los guionistas seguían completamente encalados en el tercer anfiteatro cuando despacharon el resto del argumento. Por lo tanto: alucinar, sí; flipar, sí; salvajadas, sí; WTF’s, sí; coherencia y sentido… ¡No! Es muy recomendable abordar la película en un estado mental similar, para estar en sincronía con sus creadores, por tanto recomendamos acompañar su visionado con tequila barato o bien darse unos cuantos martillazos en la cabeza a medida que avanza el metraje.
Ahora bien, lo que de verdad debe verse por imperativo legal, de hecho la Audiencia Nacional debe estar tomando cartas en el asunto, son los temibles títulos de crédito. Son extraordinariamente malos, con una tipografía venida directamente del infierno, unos efectos dignos de un holocausto y un tamaño jumbo, dejado caer en mitad de la pantalla. No les quedaba ni un céntimo, ni un minuto para hacerlos, y tiraron del Paint (descanse en paz) mientras hacían sus cosas en el cuarto de baño. Por lo demás… ¡Hiperrecomendable!