
Con ese toque de realismo mágico que Allen ya ha tocado en más de ocasión, alejándose de la comedia de situación más al uso para narrar una historia relativamente íntima, pero a la vez universal —con la que fácilmente conectaremos todos—, el cineasta neoyorquino nos presenta a Gil, un guionista que está a punto de casarse y que, a pesar de tener cierto éxito, siente como si se estuviera perdiendo algo. En este contexto, los compromisos familiares le obligan a viajar a París con su prometida y sus suegros, donde coincidirá con unos pedantes amigos de ella, chafándole lo poco que le interesaba del viaje, ya que estos parecen invitarse a todos los sitios donde puede ir. Una noche, después de una cata de vinos que se le ha ido un poco de las manos, decidirá regresar al hotel caminando para airearse. Entonces será el momento en el que se perderá por las callejuelas de la capital francesa, hasta que un coche de época lo invite a llevarlo… a los años veinte. Sin poder creérselo, Gil viajará al pasado, a un París en el que lo mejor de la cultura se encontró, y del que él podrá ser partícipe, conociendo a gente como Hemingway, Picasso, Cole Porter, Zelda y Scott Fitzgerald, Dalí o Buñuel. Aunque quiera compartir aquello con su prometida, esta lo tomará por una broma del cinismo habitual de él, algo que empujará a Gil a plantearse quedarse en el pasado esperando que allí se sienta más a gusto.
Esta es la peli perfecta para todos aquellos que pensamos que es cierto lo de «cualquier tiempo pasado fue mejor», sea por un motivo u otro, pero nos sentimos atraídos por una época o una forma de vivir de otra época, pensando que seríamos más felices que en nuestro presente. Con el buen saber hacer propio del cineasta, Allen consigue contarnos esta historia casi de ciencia ficción de forma tan creíble, que al final la tomaremos por cierta, demostrándonos que no somos los primeros en pensarlo y que, seguramente, tampoco seremos los últimos.
Como es habitual, el protagonista es un alter ego de Allen, guionista, inquieto, hipocondríaco, que se lo cuestiona todo y que, sin embargo, se deja llevar por lo imposible de su historia. Es aquí donde Owen Wilson logra encajar a la perfección, personificando al clásico personaje que Woody Allen siempre a interpretado. El protagonista vive en sus carnes la profunda filosofía con la que el cineasta dota a sus personajes, que constantemente se están cuestionando su realidad, sin llegar a una conclusión que les complazca, atormentándolos a la vez que haciéndolos más creativos.

Pero donde la peli tiene todo su poder, el lugar donde reside su genialidad, es en la magnífica puesta en escena de las épocas pasadas y como estas, con solo unas pinceladas, aparecen ante nuestros ojos de la misma forma que a Gil. Allen logra sumergirnos en esas pinturas en movimiento que crea en la que todo un mar de rostros famosos logran aportar realismo a algo tan intangible como el pasado. En este sentido, la principal virtud que le veo a esta peli es que logra que nos preguntemos: ¿dónde y cuándo nos gustaría viajar? Provoca que nuestras mentes, seguramente agobiadas por un presente abrumador repleto de tecnologías que nos obligan a permanecer conectados a todas horas, busque refugio en la sencillez del pasado —que no facilidad—, para dar valor a las pequeñas cosas, como un vinilo o un libro, compradas a orillas del Sena, elementos que poco a poco se ven desfasados a favor de los datos.
Seguramente, como bien dejó claro tanto la crítica como el público, esta es una de las mejores películas de Allen de los últimos tiempos, en la que el director se deja llevar al igual que su protagonista, no tanto por llenar las salas, sino por contar una historia sincera, cercana y prácticamente perfecta.