
En el cine de animación japonesa hay una confrontación abierta en este mismo instante. Tras la duradera hegemonía del Studio Ghibli, finalizada con el —reiteradamente prorrogado— retiro de Hayao Miyazaki y el fallecimiento de Isao Takahata hace tan solo un año, da la impresión que los nuevos autores estén compitiendo por heredar el ansiado título de «mejor director de anime de la actualidad».
Con mucha fuerza resuena el nombre de Makoto Shinkai, quien ya muchos vanaglorian como el nuevo Hayao Miyazaki, y más aún con el estreno de Your Name (2016), la película de animación japonesa más taquillera de la historia. Sin embargo, no lejos queda Mamoru Hosoda, otro gran autor cuyos últimos filmes poco dejan que desear. Los más fanáticos de este tipo de cine aguardábamos con grandes ansias la nueva obra de Hosoda esperando que su nueva película permitiera parar los pies a Shinkai y no coronarlo aún como el mejor director activo en este campo. Y, sin lugar a dudas, así ha sido.
La expectación que había levantado Mirai, mi hermana pequeña ha sido, sin ningún lugar a dudas, compensada por la gran genialidad de la cinta, aunque mentiría como un bellaco si no admitiera que no ha podido alcanzar la calidad de algunas de las películas predecesoras de la filmografía de Mamoru Hosoda.
Con una ternura desmesurada, Hosoda nos cuenta la historia de Kun, un niño de tan solo cuatro años que verá cómo su mundo cambia radicalmente de eje con la entrada de un nuevo individuo a su círculo familiar: Mirai, su nueva hermana pequeña. Con la llegada de la recién nacida, Kun perderá el goce de la atención constante que supone ser hijo único, desarrollando un fuerte sentimiento de celotipia hacia su hermana, clara nueva protagonista de los cuidados y atenciones de sus padres y abuelos.
Una vez más, será en la propia historia del filme donde empezaremos a percibir uno de los claros estilemas del autor: la introducción de elementos fantásticos en una narración completamente verosímil —a priori—. Los que me conocen saben que no tengo la costumbre de ver ningún tráiler ni leer una mínima sinopsis antes de ver una película, así que la primera ocasión en la que Hosoda deforma la realidad misma en Mirai, mi hermana pequeña me pilló completamente por sorpresa. Sinceramente, no la vi venir y fue todo un gustazo.
Diversos críticos relacionan el estilo de Hosoda con el realismo mágico, y si en esta ocasión disfruté mucho más los elementos fantásticos que en otros de sus filmes como Los niños lobo (2012) fue por el gran carácter costumbrista del inicio de Mirai, mi hermana pequeña. Si en Los niños lobo, realismo y ficción se combinan desde el inicio mismo del metraje; en Mirai, mi hermana pequeña, Hosoda solo dará paso a la fantasía cuando los personajes, el espacio y las leyes del mundo de la película estén establecidos.
Con esto, el director no sustituye la realidad por la irrealidad, sino que plantea la fantasía misma como un complemento para el día a día más común y rutinario de los personajes. Un recurso narrativo que no eclipsa sus quehaceres y su cotidianidad sino que refuerza más contundentemente sus relaciones, sus decisiones o su forma de entender el mundo. Y todo esto gracias a la deformada mirada infantil —y, por tanto, dispositivamente imaginativa— de un niño de cuatro años y el mundo de fantasía que construye alrededor del majestuoso roble que hay en su jardín.
Y, aunque podríamos esperar que la propia fantasía diera lugar a una clara separación de los personajes por su perceptible carácter abstracto, Hosoda se permite levantar el vuelo [alejándose de la realidad] sin despegar los pies del suelo. Esto es, el director se valdrá de la propia ficción aberrada e hiperbólica para mirar de tú a tú a sus personajes, creando así posiblemente su obra más humana y cercana hasta el momento.
El personaje de Kun es toda una gozada: un mocoso impertinente y fastidioso que aunque pueda generar repulsión a algunos espectadores al final no se trata de nada más que eso, de un niño que poco comprende o entiende su mundo ―por qué, de la noche a la mañana, ha dejado de ser «el favorito» de sus papis― y que va descubriéndolo a cada minuto de metraje. Con el avance de la narración aprenderemos con Kun y de Kun, y acabaremos amándolo con locura.
Y aunque el personaje principal de Mirai, mi hermana pequeña tenga una gran importancia para la narración ―pues compartiremos con él los cien minutos de metraje―, el resto del plantel hurgarán con fuerza para ganarse un hueco en los recovecos de nuestros corazones ápaticos. Mirai, incombustible y carismática ―en todas sus facetas―; la mascota de la casa con porte de príncipe victoriano; el lado más inocente de una madre que ama a los animales ―aunque llega a conocer su lado más oscuro―; el padre que se enorgullece de las victorias de su hijo como superación de los fracasos propios o el bisabuelo que nos enseña a no tener miedo.
Aunque me encontraba totalmente solo en la sala de cine cuando pude ver esta maravilla, me sentí completamente arropado por Hosoda y su gran capacidad de escribir con ternura y entereza sus personajes. Aunque en un mundo que, por la propia deformación de la realidad, no nos resulta nada propio; el director consigue que nos sintamos uno más de ese hogar que se construye entre las raíces de un gran y venerable árbol.
Si el año pasado comenté en mi crítica a The Florida Project (Sean Baker, 2017) que gracias al cine seré un mejor padre, gracias a películas como Mirai, mi hermana pequeña no solo sabré cuidar mejor de los más peques —y, en parte, de mí mismo—, sino que podré soportar mejor el devenir de este abril que ansío lluvioso.