Hablar de la franquicia Mission Impossible es hacerlo de la que ha resultado ser la mejor saga reciente de acción. Tom Cruise la impulsó desde un principio y se encargó de adquirir sus derechos para el cine pues pensaba que podía tener en sus manos un producto duradero que complementara su carrera a base de blockbusters. Él mismo había crecido siendo un fan de la serie televisiva (1966-1973) que protagonizaban rostros de la época como Peter Graves, Martin Landau, Barbara Bain, Leonard Nimoy, Lesley Ann Warren, Peter Lupus e incluso un joven Sam Elliott. El Cruise niño, a caballo entre Canadá y New Jersey, soñaba con formar parte de esas sofisticadas aventuras y jugaba con la posibilidad de utilizar alguna de las clásicas máscaras. El tema original de Lalo Schifrin completaba una fórmula atractiva que Cruise quería reverdecer en los noventa.
El primer film, dirigido por el maestro Brian De Palma en 1996, fue un gran éxito y la cinta en sí es un auténtico ejercicio de planificación y expresión de lenguaje cinematográfico. Pero Cruise quería acción non stop para poder distanciarse de otras ofertas parecidas y sobre todo de la saga Bond. Así que decidió contar con John Woo para la segunda entrega. El descontrol fílmico de Woo y el pésimo libreto, trufado por la peor banda sonora en la carrera de Hans Zimmer, convirtió Mission: Impossible 2 (2000) en una caída al abismo en términos de calidad.
No obstante, Cruise no solamente quería taquilla y sabía que continuar ese camino podía provocar el agotamiento de un proyecto en el que había expuesto mucho. Se le debe reconocer que supo con quien contar para encauzar de nuevo la saga y mantener la idea del espectáculo masivo de acción, preservando entidad argumental y de personajes. Confiar en JJ Abrams y su equipo fue un total acierto incluso cuando los resultados no se vieran de forma inmediata. La tercera entrega, dirigida por Abrams y estrenada en 2006, fue la punta de lanza de un reequilibrio donde se aprovechaba al máximo el carisma de Cruise, pero también donde se incluían tramas que podían afligir más convincentemente al personaje de Ethan Hunt. Al mismo tiempo, aumentaba la dimensión, crueldad y alcance de los villanos.JJ Abrams no ha dirigido ninguna entrega más pero ha continuado como productor a través de Bad Robot. Las semillas colocadas por él mismo, junto a Alex Kurtzman y Roberto Orci, son las que después aprovecharon Brad Bird, Josh Appelbaum, Andre Nemec, y Christopher McQuarrie para que las dos entregas posteriores (Ghost Protocol, Rogue Nation) incrementaran aún más el grado de intensidad y calidad.
Christopher McQuarrie, ganador del Oscar por el libreto de Sospechosos Habituales (Usual Suspects, 1995) ha continuado como guionista y director de Mission: Impossible – Fallout y el resultado de la misma muestra que la franquicia continúa mejorando y no parece tener límites. Si Rogue Nation fue un gran espectáculo complementado por una trama de espionaje de amplio espectro, en esta ocasión McQuarrie opta por una mirada más directa y una trama al completo servicio de la acción a gran escala.
El director mantiene un argumento muy ligado a Rogue Nation puesto que el personaje del ciberterrorista anarquista Solomon Lane (Sean Harris) regresa para completar el trabajo no consumado del Sindicato. Como némesis de Ethan Hunt, Lane es de los mejores y su regreso estaba más que justificado teniendo en cuenta las deudas personales que ahora existen en la relación entre ambos. También regresa Ilsa Faust (Rebecca Ferguson), siempre enigmática a la par que fiera, quien sigue manteniendo un pulso constante para acabar con Solomon Lane.
Resulta poderosamente atractiva la forma como la franquicia ha conseguido mostrarnos una nueva arista del terrorismo global en el que la híper-tecnología esconde unas motivaciones que acaban yendo en una línea opuesta. Extender el caos para que cunda la anarquía se realiza a costa de la eliminación selectiva. La idea de golpear al mundo para generar un nuevo concepto de unidad entre los supervivientes, dejando de lado otras convicciones, está abriendo el horizonte y resulta una amenaza casi más contundente que un exterminio generalizado.