Tras muchos años luchando contra el crimen de una manera muy particular, y después de algunos casos que le marcaron lo suficiente como para ver que detrás de los asesinatos hay algo incomprensible para él, Hercule Poirot vive retirado en la enigmática ciudad de Venecia. Sin embargo, sigue estando perseguido por aquellos que esperan que los ayude con sus problemas, a los que el mayordomo y guardaespaldas del detective belga se encarga de echar… hasta que la llama a la puerta es una vieja conocida, la escritora de misterio Ariadne Oliver que consigue invitarlo, a regañadientes, a una sesión de espiritismo en una mansión medio abandonada del Gran Canal. Durante la sesión ocurrirán cosas que no comprenderá, una tormenta acechará la ciudad y todos los asistentes se verán obligados a permanecer encerrados durante una larga noche en la que, inevitablemente, la muerte se cernirá sobre ellos.
Aún sin saber si será el cierre de la trilogía, Kenneth Branagh se meterá por tercera vez en la piel del detective belga para una película que tendrá muy poco de Branagh, muy poco de Christie y muy poco de Poirot. Más allá de los nombres de los personajes y estar vagamente inspirada en Las manzanas —cuyo título original fue Hallowe’en Party— de la autora inglesa, lo cierto es que cualquier parecido entre el libro y la peli es mera casualidad, ya que ha dejado de ser una obra de Agatha Christie para pasar a ser un ejercicio un tanto petulante de Branagh, pero que tampoco logra lo que pretende. Se nota que, desde el principio, el director, guionista y protagonista busca crear una cinta de terror más que de misterio, para que el público se sienta incómodo e, incluso, hay pretensión de algún que otro jump scare; desafortunadamente, no logra nada eso, ya que no se crea la suficiente tensión para ello, debido, sobre todo, a larga retahíla de discursos y enfrentamientos dialécticos que consiguen que nos aburramos.
Por otro lado, el cambio de ubicación es arbitrario —en el original es un pueblecito inglés con un trasfondo trabajado como para ser un elemento esencial de la trama—, no tiene sentido ni en el universo de Poirot de Branagh ni en el de Christie, y no consigue que la belleza cautivadora de una ciudad como Venecia logre a favor de la cinta. Como sucedía en la entrega anterior, Muerte en el Nilo, se desvirtúa un elemento como el escenario y se digitaliza en lugar de intentar aprovechar algo real, tangible y, por ello, más creíble para una historia de corte realista como este… que se trata de una historia de detectives y no de superhéroes, por el amor de Dios.
Entre el fallo en la ubicación —algo que parece que Branagh no consigue corregir de la anterior— y el error en cuanto al tono —a veces da más miedo algo en apariencia normal y sin artificios, que recurrir a lo habitual, sobre todo cuando Poirot nunca ha sido algo relacionado con el terror—, la cinta solo se podía sostener en una buena interpretación de sus protagonistas, sin embargo, no ha sido así. Como ya hemos apuntado, Branagh se apoya en largos discursos y intervenciones sobreactuadas de unos actores que parecen más dispuestos a pasar por caja que a creerse lo que están haciendo. Por lo que ni el caché —que ha descendido bastante desde Asesinato en el Orient Express— de nombres como Michelle Yeoh, Jamie Dornan, Tina Fey o Kelly Reilly, consiguen sacar adelante una historia que se hace larga, en algunos puntos incomprensible y, desafortunadamente, innecesaria y superflua, siendo tres veces mejor —tanto como adaptación del original como entretenimiento— el capítulo de la serie protagonizada por David Suchet.
Como lector acérrimo de Poirot y amante de las cintas de los setenta y ochenta, Misterio en Venecia es una decepción en todos sus aspectos, siendo el peor de todos el tener que haber hecho un esfuerzo para llegar al final, ya que fueron muchos los momentos que estuve a punto de rendirme y dejarla a medias. Una pena.