Le fabuleux destin d’Amélie Poulain (Jean-Pierre Jeunet, 2001), es una simpática comedia romántica con toques sicodélicos —habituales en las obras de Jean-Pierre Jeunet— que, a principios del siglo XXI, aporto frescura e innovación al relato fílmico.
La historia gira entorno a la joven Amélie Poulain, una joven veinteañera que hasta hace poco había vivido bajo la protección de sus padres, maniáticos y peculiares, que la educaron en casa apartada del resto de los niños tan o más raros que ella, hecho que explica muchas cosas de la forma de actuar de esta joven. Finalmente, vive por sí misma trabajando como camarera en el Café des 2 Moulins, pero a pesar de ello, sigue aislada en las fantasías que crea desde pequeña en su cabeza, hasta que su corazón late más deprisa —como vemos en una secuencia— por culpa de un joven, de nombre Nino Quincampoix, que colecciona y clasifica fotos rotas de fotomatón. A partir de ese instante Amélie, en lugar de enfrentarse a la realidad, empieza el juego del ratón y el gato con Nino. Además, para acabar de rizar el rizo, al encontrar un caja de hojalata con tesoros de un niño de hace 40 años, Amélie decide hacer feliz a la gente, le devuelve al niño, ahora abuelo, la caja, le hace bromas pesadas al tendero para vengarse de como trata a su encargado, le da imágenes del exterior al hombre de cristal, etcétera. Todo ello forma un magnífico argumento que, a pesar de no ser un film de suspense, mantiene al espectador atento a la pantalla a la espera que se resuelvan todos los enigmas que se van generando desde el inicio de la película.
Durante toda la cinta circulan por la pantalla muchos personajes, una estanquera, un escritor fracasado, un acosador, una acróbata lisiada, un ciego, un tendero insolente, un encargado imbécil, etcétera, etcétera. Todos ellos se mueven delante de uno de los mejores decorados que existe, la ciudad de París y, en concreto, el barrio de Montmatre —donde se desarrolla la mayor parte de la acción—, ambos elementos imprescindibles del film, ya que sin ellos, muchos de los detalles, fácilmente clasificables como bohemios, son incomprensibles.
De la Tour Eiffel a Abbesses
Es cierto que en esta película el París que se muestra es un poco más extraño de lo que encontraríamos en realidad paseando por la capital francesa, pero en aquí reside la belleza del París de Amélie. Esta rareza reside en que el director nos hace girar la mirada hacia los pequeños detalles de esta ciudad, dejando de lado los grandes monumentos y museos, y consigue mostrarnos un París más humano y cercano. Un ejemplo de lo que acabo de comentar, es que mientras que en la mayoría de filmes en que aparece esta ciudad, la Tour Eiffel junto con el Arc de Triomphe son los fondos habituales, aquí la famosa dama de acero de París apenas aparece.
Los únicos monumentos que aparecen son, Notre-Dame, en el momento en que muere la madre de Amelie aplastada por una turista, y el Sacré-Coeur, como símbolo inconfundible del barrio de Montmatre, y debido a su tamaño es ineludible incluirlo en algún plano, aunque no se quiera hacerlo.
Una ausencia destacada es el Moulin Rouge, más cercano al Pigalle que a Montmatre, pero que también se podría haber incluido por la cercanía geográfica, pero teniendo en cuenta lo usado y visto que está este cabaré parisino, es comprensible que el director no quisiera utilizarlo de escenario, además, la inclusión de este «monumento vivo» habría provocado que la esencia del film se hubiera visto deformada por las distintas reminiscencias que el Moulin Rouge evoca en los espectadores. Debemos recordar que en el mismo año del rodaje del film que tenemos entre manos, se estaba realizando otro film con París de escenario, Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001).
Como ya hemos dicho, por una vez las cámaras que filmaban París no enfocaban hacia las alturas de los monumentos, sino que lo hacían hacia las pequeñas calles que pueblan la capital francesa. Estamos acostumbrados a ver París en el cine, con las típicas —pero por ello no dejan de ser bellas— escenas de noche, con toda la ciudad iluminada por las luces, o bien los famosos paseos por el Sena, pero pocas veces podemos ver en la gran pantalla un París más real, lejos de los estereotipos de romanticismo, una de estas ocasiones es el film de Amélie.
Aquí los personajes no discuten y se reconcilian en la cubierta de un bateau mouche, sino que lo hacen en el metro —aunque sea a través de carteles—, en las características estaciones de baldosas blancas. Y no solo las situaciones románticas, sino que los protagonistas transitan con normalidad por los pasillos y las escaleras de estas estaciones, como por las conocidas escaleras de la estación de Abbesses, que Amélie sube una vez, con totalidad normalidad, algo un poco extraño, ya que todo aquel que haya ido a París sabrá que para llegar al final de esas escaleras se necesitan unas piernas preparadas.
Retomando la cuestión del Sena, Amélie si que se acerca al agua —además de la del Sena, que cruza en un magnífico plano, después de haber hecho feliz a Dominique Bretodeau—, y lo hace en el Canal de Saint Martin, cerca de la Gare du Nord, donde hace rebotar las piedras en el agua, un romántico lugar al este del Sacré-Coeur, incluso, a mi parecer, más idílico y parisino que no el Sena, ya que en muchas ciudades europeas hay ríos cruzando las ciudades con grandes barcos circulando por ello, sin ir más lejos Madrid, Sevilla, Viena o Londres.
De la melancolía a la alegría a través de los colores
Las historias que giran entorno a la ciudad de París tienden a tener dos sentimientos predominantes, la melancolía y el romanticismo, ambos se caracterizan por el predominio, durante todo el film, de unos colores o unos tonos en concreto.
La melancolía es expresada mediante los tonos grises, tonos hasta cierto modo reales, ya que, en la capital francesa, debido al clima, en determinadas estaciones del años estos son los tonos que se respiran en el ambiente. Un ambiente que es habitual en muchos filmes, como en Moulin Rouge (John Huston, 1952), en que el gris y la melancolía se apoderan de todo el relato, hasta llegar al espectador. Estos colores más oscuros pueden deberse a que la mayoría de las películas en que este sentimiento se hace plausible, las escenas se desarrollan durante la noche, una noche de bohemia, alcohol y mujeres con grandes cancanes, pero esta no debe confundirse con la que trataremos en el siguiente párrafo.
La noche de la que hablaré a continuación se enmarca en el París romántico, en la ciudad de las luces, en los paseos por el Sena con la riberas iluminadas por las farolas de acero, el París rosa, un color que no acostumbra a aparecer la pantalla, pero es el que caracteriza la expresión de dicho sentimiento. Son ejemplo de esta tendencia las películas románticas de los años 50, como Una cara con Ángel (Stanley Donen, 1956), dónde podemos ver las escenas típicas ya mencionadas.
En cambio, en el film de Jeunet los colores que vemos no se enmarcan ni en una ni en otra tendencia, sino que crea un nuevo París, más luminoso, con colores vivos, que transpiran alegría. La mayoría de las secuencias transcurren durante el día, en espacios abiertos, en que la luz solar ilumina los edificios, las calles y las plazas, y las que transcurren durante la noche siempre están iluminadas por alegres lámparas de tonos rojos, rosados, etcétera, es decir, cálidos, que dan al film un ambiente familiar, tranquilo y agradable, que permite que el espectador se sienta como en casa, y facilita que este se adentre en la historia identificándose con las vivencias de los personajes.
Estos colores no están tan solo en las calles, sino también en la gente, que lleva vestidos alegres y coloridos, que tocan y usan objetos de tonos vivos —fijémonos en el alegre color de los vegetales de la parada de Monsieur Colignon, o los colores chillones del apartamento de Amélie— que complementan el sentimiento de felicidad que los rodea, de esta manera, como ya hemos dicho, la película abraza al espectador en el París alegre, donde la gente ríe en los bistrot, cotillea en los portales, etcétera. En palabras del propio director, Jean-Pierre Jeunet, «es un film concebido para dar felicidad a la gente».
Como todos sabemos, Jean-Pierre Jeunet siempre se ha decantado por la realización de filmes con personajes y situaciones extravagantes, como en los casos de Delicatessen (1991), La ciudad de los niños (1995) y Micmacs à tire-larigot (2009), y Amélie no fue una excepción, ya que en esta el público recibe una gran dosis de imágenes hilarantes y poéticas, subrayadas por un magnífico guión y una banda sonora excepcional. Concluyendo, el París que nos muestra Jeunet, no es ni el bohemio ni el romántico, sino uno que, a pesar de las peculiaridades de sus habitantes, es mucho más real a la par que idílico, creando una visión nostálgica de la ciudad, que nos hace recordar la canción escrita por Jacqueline François y Édith Piaf, Sous le ciel de Paris.