
Una noche como cualquier otra, una chica cualquiera de un pueblo llamado Woodsboro espera que su novio llegue a su casa para divertirse. Sin embargo, todo se tuerce cuando aparece Ghostface, un asesino que acabara con ella y su novio después de atormentarla por teléfono con preguntas incómodas y aterradoras sobre cine de terror. A la mañana siguiente del crimen, todo el pueblo está en alerta al recordar la manera en la que había muerto la madre de Sidney Prescott y, si por si eso no fuera poco, esa misma noche Ghostface ataca de nuevo, en esta ocasión, acecha a Sidney hasta casi conseguir matarla, pero, por suerte, logrará escaparse por los pelos. A partir de ese momento, los ojos de todo el mundo recaen sobre ella como la más que probable siguiente víctima, tanto de la prensa como de la policía, por lo que Sidney solo podrá contar con la ayuda de sus amigos que harán lo posible para mantenerla a salvo… ¿o no?
Podríamos decir que Scream supone el resucitar del género slasher tras haber pasado por la serie B a lo largo de los ochenta, con pocos títulos memorables y la mayoría basura que partía de la misma estructura. Aquí, Wes Craven —siguiendo un guión de Kevin Williamson, que también escribiría Sé lo que hicisteis el último verano—, retoma los mismos temas, los mismos personajes y los mismos clichés que ya utilizó él y otros allá por los setenta, pero les da una vuelta de tuerca para adaptarlos a la óptica y al público de finales de siglo. Así pues, aunque sigue siendo una cinta enfocada a los adolescentes, lo cierto es que la violencia se ve justificada con un mayor suspense, incluso llegando a acercarse al thriller más que al terror o al slasher más típico. Aunque es cierto que Ghostface es un asesino en serie, pero no es esa máquina matar que era Mike Myers en Halloween o Freddy Krueger, incluso llegando a resultar torpe, y demostrando que las posibles víctimas tienen una oportunidad para salvarse… algo que se comprende cuando se revela la verdad que se esconde tras ese rostro que sigue siendo un éxito entre los disfraces de Halloween.

Por si esto fuera poco, la historia va un poco más allá, no solo se queda en el mero hecho de narrar la historia de asesino en serie que se dedica a ejecutar a adolescentes, sino que realiza un ejercicio de metacine. A lo largo de toda la cinta se hacen constantes referencias a los títulos del género que dirigió el mismo Craven, o los de John Carpenter, por ejemplo. Esto ejercicio llega hasta el extremo que el personaje de Randy —es imposible que te caiga mal Jamie Kennedy— compara la situación con las tramas de dichas pelis; incluso, justo antes del clímax, describe las normas que se deben seguir para sobrevivir en una peli slasher… Uno: no se pueden tener relaciones sexuales, ya que las personas vírgenes pueden ser más astutas que el asesino al final. Dos: no se debe beber o consumir drogas, porque es una extensión de la regla número uno; son pecados. Y tres: nunca digas «enseguida vuelvo», porque no volverás. A las que podríamos añadir que los personajes se separen, que bajen a sótanos o todo lo que hacen los personajes de Scream justo después de que Randy los advierta a todos.
Con una dirección correcta y un reparto repleto de jóvenes estrellas de cine, aunque no es tan rotundamente perfecta o increíble como Halloween, Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street —los que, sin duda, son la joyas de la corona del género—, entre una trama bien llevada, un ritmo muy bien marcado y el ejercicio de metalenguaje consigue reinvindicarse hasta el extremo de que revitalizará el género y marcara el inicio de una edad de plata para el cine de terror adolescente que casi se puede decir que llega hasta hoy.
Teniendo todo esto presente, a pesar de que sigue siendo una historia enfocada a un público joven y cargado de hormonas, lo cierto es que Wes Craven tira de talento natural y de muchas tablas en el terror, para narrar la misma historia que se lleva narrando desde La matanza de Texas —o incluso antes si nos fijamos en el giallo italiano de los sesenta— y hacernos creer que estamos ante algo nuevo y sorprendente, cuando lo único que es una demostración de cómo debe ser contada una historia. Se tiene que ver al menos una vez en la vida.