
James Bond ha vuelto… y no es que no lo hubiera hecho ya en las dos anteriores entregas protagonizadas en Daniel Craig, pero ahora volvemos a tener un James Bond independiente, el 007 sin ningún tipo de lazo emocional que lo ate, dando pasó ya a la clásica imagen de galán-tipo duro que siempre buscamos cuando vamos al cine. Pero James Bond no regresa solo, sino que también lo hace Q —personaje desaparecido desde la muerte del gran Desmond Llewelyn y la corta participación de John Cleese—, así como otros personajes habituales, que no pienso desvelar.
Por primera vez en muchos años el campo de batalla de la nueva misión de Bond, es el corazón de Inglaterra: Londres. Tras el robo de un disco duro que contenía información de todos los agentes secretos infiltrados en redes terroristas, y de dar a 007 por muerto, James Bond regresa de entre los muertos para enfrentarse a un fantasma, a alguien que actúa en las sombras y que tiene en jaque al MI6, sobre todo después del ataque que recibe en su central. 007 deberá seguir la pista del ladrón hasta Shanghái, para descubrir quien se esconde tras el ataque, el robo y la publicación de los datos de todos los agentes infiltrados que están comprometiendo el trabajo del MI6, y el liderazgo que ejerce en él M.
El director de American Beauty, Jarhead y Camino a la perdición, Sam Mendes, consigue plasmar lo mejor de Bond en esta entrega. Sin perder ni un ápice de la acción que había predominado hasta ahora en los filmes protagonizados de Daniel Craig, recupera algo que sí se había perdido, el estilo y la elegancia. Si Pierce Brosnan no para de arreglarse el nudo de la corbata, sea conduciendo un tanque o una lancha motora, Daniel Craig consigue mantener el estilo arreglándose los gemelos a pesar de recibir un disparo en el hombro y acabar de saltar en un tren en marcha; consiguiendo, de este modo, la combinación perfecta entre la dureza del Bond literario y la distinción del cinematográfico.
Para un regreso tan importante como este el reparto no podía ser discreto, así, además de Daniel Craig —que ya se le ve totalmente cómodo en el esmoquin de Bond—, Judi Dench y Rory Kinnear, el elenco está formado por Ralph Fiennes —que se incorpora a otra franquicia en su momento álgido, como hizo en Harry Potter—, Naomie Harris —que después de Tia Dalma en Piratas del Caribe, sigue su carrera por otros derroteros—, el gran Albert Finney, y dos incorporaciones dignas de una mención especial, Ben Whishaw y Javier Bardem.

El primero de ellos es el nuevo Q, muy rejuvenecido —clara visión a largo plazo por parte de los productores—, que a pesar de ello no juega con la gran cantidad y variedad de gadgets del viejo Q, sino que recurre a lo clásico mejorado con las últimas tecnologías. A pesar de la huella dejada por Desmond Llewelyn, los años de transición con John Cleese o sin el personaje —en Muere otro día, Casino Royale y Quantum of Solace—, ha hecho mucho más agradable la recepción de este personaje renovado, permitiendo una transición cómoda y coherente. Además, Ben Whishaw, que salió del anonimato con El perfume, film que protagonizó como Jean-Baptiste Grenouille, regresa a una superproducción y lo hace a la perfección, manteniendo el principio del viejo Q: «Yo no bromeo con mi trabajo». Además, una vez en pantalla junto a Daniel Craig, volvemos a ver esa extraña relación de aprecio-odio, cosechada sobre todo en la época Brosnan, entre ambos personajes que tanto nos gustaba y de la que ambos actores saben dar una dosis más mesurada que en el pasado.
Por otro lado, el español Javier Bardem borda su trabajo como Silva, no se queda en el simple megalómano con ganas de poder, sino que su personaje es alguien atormentado por su pasado, siendo uno de los primeros malvados con un motivo real para ser malvado. Además, Bardem, que parece que los papeles de loco perturbado se le dan muy bien —recordemos su personaje en No es país para viejos—, borda a este terrorista informático sin ningún tipo de escrúpulo, creando de este modo uno de los mejores villanos Bond de la historia. Un detalle muy remarcable, es que es uno de los primeros malvados que no cae en su propia egolatría contándole a Bond todos sus planes a la primera de cambio, sino que obliga a 007 a hacer su trabajo de espía.

El conjunto de todos los elementos que conforman Skyfall —desde las interpretaciones, a la impresionante fotografía de Roger Deakins, pasando por el tema principal interpretado por Adele—, lo hacen valedor de ser uno de los mejores títulos de la franquicia y el perfecto para celebrar el 50 aniversario ya que —sin desvelar nada importante del film— se puede considerar el renacimiento definitivo de la saga, y, además, se hace de la mejor forma posible… los que sepáis de lo que hablo ya me entendéis [guiño, guiño]. En este sentido, a pesar de que las dos anteriores entregas eran grandes cintas de acción, eran estrictamente películas Bond —es decir, consistían en una exploración emocional del personaje—, y, para mi gusto, les seguía faltando un poco de la esencia que había caracterizado a la franquicia a lo largo de sus cincuenta años de historia… con esto no quiero decir que echase en falta las pasadas de vueltas de los gadgets o el «humor» de Roger Moore, pero sí que necesitaba algo que contrarrestara su dramatismo; y, ahora, vistas en conjunto, y con esta como colofón del reboot, se aprecia aún más su calidad, no solo de Skyfall, sino también de Casino Royale y Quantum of Solace.
Aunque no es ningún secreto que siento una adoración personal por el James Bond de Pierce Brosnan, tengo que admitir que las películas que nos está ofreciendo la franquicia en los últimos años son las mejores de la saga con diferencia, y Daniel Craig se ha ganado los laureles como el mejor Bond de todos los tiempos.