
En condiciones normales la mayoría de gente se muestra reacia a comer caca, por tanto suele ser necesario convencerles de ello. El cine de Hollywood de hoy en día tiene este método persuasivo absolutamente perfeccionado y ha hecho de la coprofilia su modus operandi. Así lo supo plasmar Tom Six en sus sugerentes metáforas de la saga The Human Centipede. A mi nunca se me ocurriría renegar de la mierda, como no lo hacen los cochinos cuando se revuelcan con gozo en ella, pero tampoco voy a intentar convencerme a mí mismo de que no es mierda.
The Disaster Artist reivindica la mierda pero lo hace de forma políticamente correcta para no escandalizar a nadie, como no puede ser de otra forma se queda en el recurso manido de poner en valor las ganas y el impulso creativo por encima del talento. ¡Algo es algo!. El talento y el mérito dan más asco que la mierda, recordad sino la rabia que os daban los empollones en la escuela. También es posible que sigáis siendo uno de ellos, en ese caso miraros a vosotros mismos objetivamente y os daréis cuenta de que seguís dando bastante rabia. Pero no temáis nada, se puede superar, no es como otras lacras incurables de hoy día como el colon irritable, la licantropía o ser de centro.
La historia de dos actores que se van a Hollywood a intentar triunfar pero que chocan con la maquinaria destructora de la industria nos la han contado muchas veces y por sórdidos que hayan sido, seguro que se han quedado cortos. Lo que pasa es que aquí los actores que luchan contra el stablishment tienen la simpática peculiaridad de ser muy giliflautas. Uno de ellos además de giliflautas —o precisamente por eso— es rico, harto de tanto conflicto en la trama de la película —nadie en L. A. les hace ni puto caso— decide solucionarlo de un plumazo haciendo su propia película, por supuesto, repleta de giliflautadas. En eso ha quedado el sueño americano: si no encuentro nadie que me quiera, me lo pago. ¡Donald Trump style!
The Room, es el despropósito resultante, una de esas películas «de culto», de «tan malas que son buenas», o incluso «la peor película del mundo». Una película que nos demuestra que para hacer las cosas mal también hay que ser un genio y que solo lo que nos deja indiferentes es verdaderamente malo. Pues bien, The Disaster Artist es la película de esa película (lo que los críticos de cine pedantes llaman el metacine). Tanto una como otra mejoran si mejora el metacine, es decir, si mejora el ambientillo. Cuanto más fan seas, cuantos más seáis, cuanto más gritéis, cuanto más atrezzo llevéis y cuantas más sustancias estimulantes consumáis.
La comedia, ese género que todo lo puede, nos devuelve una historia que es para partirse el culo y esconderse debajo del sofá a partes iguales, porque a parte de risa da una vergüenza ajena increíble. Las giliflautadas que despliega el bueno de Tommy Wisseau para hacer su película te hacen esconderte dentro del bol de palomitas, te haces cada vez más pequeño hasta generar un agujero negro que se traga todo el ridículo del universo circundante.
No seré yo quien mire dentro del sombrero del mago (o dentro del culo), pero me pregunto cuanto de gracioso había en la historia original, a fin de cuentas estamos hablando de un tipo que a parte de ser un chalado, histriónico, hortera y pasado de vueltas, podría ser un cabrón con pintas… Que nos gusta mucho burlamos del rarito hasta que un día entra en clase con una recortada… y eso también es Donald Trump Style.
He ahí el dilema. A los seres humanos nos ha llevado miles de años perfeccionar una de nuestras capacidades intelectuales más asombrosas: la escatología. Gracias a ella podemos reciclar nuestros propios desechos. Su poder es tan grande que con ella somos capaces de hacer que la mierda brille con el fulgor del oro, el oro de los Oscars. O tal vez no, porque con todo lo que estamos sabiendo ahora del bueno de James Franco, ya no tenemos tan claro que siga siendo bueno, ¿que pasa si es también un cabrón con pintas? ¿Nos reímos igual?