
Una pequeña iglesia de madera del sur de Estados Unidos decorada de blanco. Un féretro azul que reina, gobernando desde el centro del encuadre. Hileras de bancos de madera barnizada colmados de desconocidos, de luto, que nos dan la espalda. Un oficial de policía que sale a escena. Un casete que no funciona y una canción ―Thunder Road, de Bruce Springsteen― que no suena en un baile silencioso. Una situación que me hace gracia, inicialmente, pero que no se detiene, arrebatándome todo el goce paulatinamente. Un señor, en cambio, un par de butacas a mi izquierda, que ríe a carcajada limpia. Esto va a estar divertido.
Hablar de sus problemas no ayudó nunca a nadie. Y creo que esta es, exactamente, la forma perfecta para definir o empezar a esbozar Thunder Road (Jim Cummings, 2018). Durante los noventa y dos minutos de película veremos cómo el oficial Jim Arnaud baja a los infiernos más dolientes en una espiral de mala suerte, brotes psicóticos y la tomadura constante de decisiones que lo llevarán a los peores derroteros. Y no se convierte en una obra fácil para el espectador, porque las situaciones incómodas son constantes, llegando a convertirse en una película que pone en una situación comprometida a quien está examinándola, y todo gracias a cómo Jim Cummings sabe convertir el dramatismo y el esperpento más bárbaro en un motivo de carcajada.
Aún tratándose de una apuesta altamente arriesgada, Thunder Road está planteada de una forma impecable y supone el ejercicio de humor negro más bien construido que se pueda disfrutar últimamente. Y no le hace falta recurrir a burlarse abiertamente del sector de la población con diversidad funcional, las víctimas de un atentado o cualquier otra minoría social para activar la materia gris del espectador. En el filme, la comedia nace ―como cuando está bien elaborada― de las desgracias ajenas: Cummings lleva su protagonista hasta el extremo, exponiéndolo a las situaciones más miserables y no duda en no detener la imagen y proporcionarle al presente una sesión recargada de cagadas, humillaciones y, en síntesis, las situaciones más lastimeras.
La depresión constante genera inicialmente el disfrute del cinéfilo, pero Cummings ―como siendo consciente de la vertiente más oscura del espectador― alarga las situaciones hasta la saciedad, colmando con exceso y dejando un regusto amargo en la boca del estómago, llegando a incomodar a la persona más pérfida. En un momento en el que los límites del humor ―y, concretamente, de aquel más osado― están tan entredichos, Thunder Road se muestra como una comedia negra escrita con un ingenio abrumador; completamente necesaria.
Aún así, aunque Thunder Road está repleta de algunas de las situaciones más indignas que podremos concebir, también guarda momentos para la reconciliación, aunque son muy, muy pocos. Exceptuando su desenlace, la película solo nos muestra dos situaciones en las que, tanto nosotros como el protagonista, podremos respirar tranquilos rodeados de tanto estiércol. Aunque lo suyo sea de un pesimismo mayoritario, Thunder Road apuesta por la amistad y el apoyo más desinteresado para salir del paso.
Las dos secuencias ―marcadas necesariamente por la intervención de dos personajes secundarios clave― son muy tiernas y se convierten en las dos únicas ocasiones donde podremos descansar y detener nuestro sufrimiento. No obstante, suponen una rotura tan breve que habremos de enfrentarnos poco después, de nuevo, a la pena más bárbara. Parece curioso: en una obra llena de monólogos extensos, afilados e ingeniosos, los momentos de mayor carga dramática los encontraremos cuando las palabras no serán suficientes para expresar el dolor y un abrazo se convertirá en la mejor herramienta para hablar sin decir nada y llorar sin hace ruido.
Y si el transcurso de la narración no nos permite reponernos en casi ningún oasis, esto conseguirá que el final sea aún más efectivo. Después de sufrir las de Caín, el protagonista podrá realizarse en un desenlace fácil ―que no supone un ejercicio nada arriesgado―, pero que sabe cómo anudar eficazmente todo el desarrollo anterior y que nos permite abandonar la sala de cine con un buen sabor de boca y la consciencia tranquila. Además, Cummings decide finalizar la película con una versión instrumental de Skinny Love, el tema de Bon Iver, que se proclama con creces como la guinda perfecta.
La obra es una película de autor en uno de los sentidos más exactos del término, ya que Jim Cummings escribe, dirige e interpreta al pobre diablo que es Jim Arnaud. Las interpretaciones del elenco dejan el listón alto, pero me atrae más aún cómo Cummings juega con la cámara: con planos con una composición muy corta ―atrapando a sus personajes―, pero de una larga duración. Los planos secuencia están muy presentes en el filme, y permiten tanto al policía como al resto del plantel la suficiente libertad para que desarrollen monólogos firmes y directos. Su absurdo y kafkiano plano secuencia inicial ―de unos quince minutos― es el mejor inicio que he visto en una película en todo lo que llevamos de 2019.
Thunder Road es una película dura que juega a deformar a su protagonista y hundirlo en la miseria más absoluta como solo saben hacer pocos autores, pero que no tiene problemas para generar carcajadas entre los espectadores ―con la cuestionable carga moral que ello implica―. Aún así, su detallismo y el optimismo de algunos de sus momentos más importantes la convierten en una obra esperanzada que no duda en lucir la ternura y el cariño con las que está realizada.