
A pesar de que en temporadas anteriores ya se habían introducidos conceptos como las Epic Races -en las que por supuesto siempre gana el coche, ¿que sino?, es un programa de coches-, y los retos con coches de precios razonables -quién dice razonables, dice coches de décima o undécima mano-, no es hasta la octava temporada que Top Gear hace el cambio que lo lleva a convertirse en un programa que ya no es tan solo para los amantes del motor, sino para todo tipo de público. A pesar de que se siguen analizando coches -siempre desde la óptica del humor-, Top Gear es en esta temporada que se convierte en un programa de entretenimiento, y ahora os contaré porque digo esto.
Atrás quedan las tediosas explicaciones de que el sobreviraje y el subviraje, y los largos panegíricos a grandes coches, ahora el trío de presentadores mejor valorados del mundo nos trae algo que realmente nos alegra el día. Para esta temporada se renueva la presentación, se presentan nuevos personajes como TG -o el Perro de Top Gear, son poco originales, la verdad sea dicha-, o el martillo de Jeremy, con las que se realizan las primeras chapuzas -como el monovolumen descapotable o las furgonetas de bajo coste-, además de cambiar el viejo coche de precio razonable, el Suzuki Liana, por uno de nuevo, el Chevrolet Lacetti. Pero el ejemplo perfecto de esta versión renovada de Top Gear es, sin duda alguna, el reto de los coches anfibios, que, con el paso de los años, se ha convertido en uno de los mejores episodios del programa. En este reto, uno de los primeros que realmente es un reto, cada uno de los presentadores debe escoger un coche y modificarlo para que pueda ser una barca, sin dejar de ser un coche. Jeremy elige el indestructible Toyota Hilux -algo que se demostró en la tercera temporada-, con el que pretende construir una motora con cuatrocientos caballos de potencia. Por su parte, Richard se decanta por una furgoneta de Volkswagen, que quiere transformar en un barcaza de río. Y finalmente, James, escoge el Triumph Herald para que sea su velero. La idea inicial es brillante, por parte de los tres, pero cuando ponen en circulación los coches comprueban que todos tienen problemas. El coche de Richard, con el peso añadido, apenas puede subir una cuesta, el mástil del de James le impide pasar por zonas arboladas, por debajo de puentes o con cables eléctricos, y la suspensión de Jeremy… Bueno, le hace bailar todo el trayecto. Y cuando llegan al agua… ¡Madre mía, cuando llegan al agua! La cosa no mejora, uno se hunde en las profundidades del lago, otro vuelca en la meta, y el tercero a duras penas avanza. ¿Quién gana el reto? Os preguntaréis… Pues no os lo diré, ya que seguro que este episodio consigue arrancarnos una carcajada, y es algo que prefiero que disfrutéis.
Es en esta temporada ocho, cuando los presentadores empiezan a perfilar sus personajes. Jeremy es un bestia y amante por la velocidad, Richard es la voz de la razón, pero que en realidad es un patoso obsesionado por las cosas enormes -coches americanos, barcazas de río… ¿no sé porqué será?-, mientras que James es el hombre ordenado y lento. Convirtiéndose en el trío perfecto para que nada salga bien, como demuestran sobradamente en la carrera con los Caterham Seven, en la que deben construir uno antes de llevarlo a la meta, o la breve excursión con caravana, en la que -si fuéramos ingleses- diríamos que están “on fire”, literalmente.
Es ahora cuando una de las grandes verdades del programa ve la luz: Ambiciosos pero Manazas. Algo que se repetirá hasta el fin de sus días.