
TRON: Legacy llegó casi treinta años después de la original como ese retorno inesperado que uno no sabía si pedir… pero que Disney decidió entregar con un envoltorio tan reluciente que casi te deslumbra. Si la primera TRON era puro experimento ochentero, hecha a base de polígonos, neones primitivos y espíritu pionero, la secuela se siente como encender un PC nuevo con la gráfica recién estrenada: todo luce exageradamente bien, aunque por dentro las ideas sigan siendo las mismas, pero más pulidas y con cierto aroma a nostalgia corporativa.
La historia arranca cuando Sam Flynn (Garret Hedlund), hijo del mítico Kevin Flynn, se adentra en el viejo arcade de su padre, activa un terminal polvoriento y acaba digitalizado dentro de “La Red”, esa versión 2.0 del mundo digital donde los programas son más guapos, más serios y están mejor iluminados que en la vida real. Jeff Bridges repite como Flynn, aunque aquí juega doble papel: el del veterano atrapado en su propia utopía fallida y el del villano moderno, CLU, una versión joven y totalmente digital de sí mismo que a veces funciona… y a veces parece un NPC hecho con prisas. Es el gran experimento visual de la película y también su pequeña piedra en el zapato: impresionante en concepto, un poco inquietante en ejecución.
Lo mejor de la secuela es que, visualmente, te agarra y no te suelta. Si la primera TRON ya era hija de su tiempo, esta es un videoclip carísimo diseñado para que te quedes con la boca abierta. La estética se vuelve más elegante, más minimalista, más futurista, con líneas limpias, trajes brillantes que parecen cargarse como baterías, motocicletas de luz que ahora sí transmiten velocidad real y unos paisajes digitales que combinan arquitectura brutalista con iluminación de club nocturno. Es imposible no dejarse llevar. Y encima tienes la banda sonora de Daft Punk, que convierte cada plano en un ritual electrónico. Probablemente lo mejor de toda la película.

El problema, igual que pasaba con la de 1982, está en el guion, que vuelve a ser la parte más floja del invento. La trama se mueve entre lo predecible y lo funcional, sin demasiadas sorpresas, tirando mucho de la mística “Flynn es especial” y de conceptos que suenan profundos pero no terminan de cuajar. De vez en cuando asoma un discurso sobre crear vida digital, sobre la tiranía de la perfección o sobre el legado —guiño al título—, pero todo queda en pinceladas que no se exploran a fondo. TRON: Legacy quiere ser trascendental, pero al final es más postureo que filosofía.
Aun así, la película tiene algo magnético. Hay una pureza visual, una ambición estética y un cariño evidente por la mitología TRON que la hace disfrutable incluso cuando la historia no acompaña. Olivia Wilde como Quorra aporta ese toque de humanidad ingenua dentro del mundo digital, y las escenas de acción —especialmente los duelos de discos y las carreras de motos— son un auténtico festival que justifica por sí solo el viaje.
En resumen, TRON: Legacy es como actualizar un ordenador viejo para ponerle una GPU de última generación: se ve de escándalo, suena de maravilla, pero por dentro sigue corriendo un sistema operativo con limitaciones. Si te fascinó el universo digital de la primera, aquí lo tienes potenciado al máximo, más estilizado, más elegante y más consciente de que lo suyo es entrar por los ojos. Puede que no sea una gran película, pero es una experiencia visual irresistible. Y sí, cuando acaba, te dan ganas de volver a enchufarte a La Red solo por ver esos neones otra vez.
