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A pesar del entusiasmo inicial, Nesty enseguida comprendió que no había remedio y, muy a su pesar, tuvo que abandonar su país, su ciudad y su casa para salvar la vida. Con pocas cosas, él y su esposa cruzaron los Pirineos a pie llegando hasta Toulouse, donde, por suerte, una familia francesa los acogió y les facilitó el viaje hacia Londres, pasando antes por Burdeos.
Cuando llegaron a la capital inglesa, la verdad sea dicha, se vieron tirados en la calle como muchos otros emigrados españoles que no eran de la jet set política y cultural. Sin hablar ni una palabra de inglés, Nesty y su esposa consiguieron realizar algún que otro trabajo, lo suficiente para pagarse dos de los pasajes más baratos para embarcar en uno de los transatlánticos que partían de las costas británicas con destino al Nuevo Mundo. Querían alejarse de unos países en los que la guerra cada vez estaba más próxima. Ya habían tenido suficiente violencia.
Cuando se refieren a América como la tierra de las oportunidades, no se equivocan, o como mínimo no se equivocaron en el caso de Nesty y su esposa. Al poco de llegar a Nueva York, ambos consiguieron trabajo, él como mecánico y ella como criada en la casa de unos ricachones de Long Island. Habían muy pocos españoles y el italiano era más fácil de comprender que el inglés, así que cuando su sueldo les permitió abandonar la pensión donde habían vivido desde que llegaron, se trasladaron a un pequeño apartamento de alquiler en el barrio italiano.
—¿Napoli, Roma, Milano? —preguntó el casero.
—Barcelona —respondió Nesty.
En un español chapurreado entremezclado con algunas palabras en inglés e italiano, el casero le respondió.
—Lo siento mucho. Yo tuve que huir de mi país por culpa de los fascistas. Maledetti maiali.
—Dínoslo a nosotros —exclamó la esposa de Nesty—, fueron los mismos que bombardearon nuestra ciudad día y noche durante años.
—Pero ahora estáis aquí. Tendréis suerte —dijo el casero señalando el vientre hinchado de la esposa de Nesty—, un niño siempre trae suerte.
En 1940 eran una familia feliz, muy sencilla pero feliz al fin y al cabo. A principios de ese año habían sido bendecidos con un niño. Después de un parto normal y un par de noches en el hospital, Nesty, su esposa y su hijo regresaron a casa. Mientras andaban por la calle en la que vivían, los vecinos se acercaban a ellos para contemplar al recién nacido.
—¡Bellissimo! —exclamó la mujer del panadero al ver al niño—. Tomad —les dijo dándoles una barra de pan.
—Gracias —respondió Nesty.
Ese acto de generosidad se repitió en diversas ocasiones, del tal modo que cuando llegaron a casa Nesty cargaba una auténtica cesta de regalos. Lo dejó todo en la pequeña cocina y regresó al comedor donde su esposa lo esperaba sosteniendo a su hijo.
—¿Me lo dejas? —preguntó—. A penas lo he podido coger.
Su esposa se lo dio sin articular respuesta y fue a sentarse en la única butaca del salón. Junto con el día que su esposa le dio el primer beso, ese había sido el momento más feliz de su vida, sosteniendo al pequeño en brazos, mientras que su esposa los observaba con ternura.
—¿Qué nombre le vamos a poner? —preguntó Nesty mirando fijamente al pequeño.
—Nesty me parece bien.
—¿En serio? Además es un apodo, ¿y si le buscamos un nombre como dios manda?
—Cariño, algo me dice que el mejor nombre para este pequeño, es el de su padre.
Nesty dejó de mirar a su hijo un instante para contemplar a su esposa, si su hijo era lo mejor que había hecho, ella era lo mejor que le había pasado.
La guerra, a pesar de ser el plato de cada día, parecía lejana, pero todo eso cambió una infame mañana de diciembre de 1941, cuando el Imperio del Sol Naciente obligó a Estados Unidos a entrar en esa maldita guerra que la familia de Nesty había podido evitar hasta entonces.