
Esta es la tercera entrega de la saga dirigida y escrita por Rian Johnson, quien vuelve a confiar en Daniel Craig como el carismático detective Benoit Blanc. El reparto es, como en las anteriores películas, uno de sus mayores atractivos: Josh O’Connor, Glenn Close, Josh Brolin, Mila Kunis, Jeremy Renner y Kerry Washington, entre otros, conforman un elenco coral que aporta diversidad de registros y matices. La historia se sitúa en un pequeño pueblo del norte de Nueva York, donde un sacerdote aparece muerto en circunstancias imposibles, dentro de una iglesia marcada por un oscuro pasado. El género se mantiene fiel al whodunit clásico, pero Johnson introduce un tono más sombrío y reflexivo, que convierte la película en algo más que un simple rompecabezas criminal.
La dirección de Johnson confirma su habilidad para revitalizar el misterio clásico con un lenguaje contemporáneo. Aquí, sin embargo, se percibe un cambio de registro: menos humor y más gravedad. La puesta en escena aprovecha los espacios cerrados de la iglesia y el pueblo para crear una atmósfera opresiva, donde cada personaje parece ocultar algo. La fotografía de Steve Yedlin refuerza esta sensación con contrastes de luz que subrayan la tensión entre lo sagrado y lo profano.
El guion, aunque ingenioso en su construcción del enigma, se arriesga al introducir un componente moral y espiritual. La figura del sacerdote y el simbolismo religioso no son meros adornos: la película plantea preguntas sobre la fe, la corrupción y la verdad como valor absoluto. No todos los diálogos alcanzan la profundidad que prometen; en ocasiones, el discurso se siente demasiado explícito. Sin embargo, cuando Johnson confía en la sutileza, logra momentos de gran fuerza, como la confesión velada de un personaje que revela más con su silencio que con sus palabras.
Las actuaciones son en conjunto convincentes. Daniel Craig mantiene la elegancia y el ingenio de Blanc, aunque aquí lo vemos más vulnerable, menos seguro de sí mismo. Glenn Close aporta una presencia magnética, capaz de dominar cada escena con apenas una mirada. Josh O’Connor, aunque se muestra algo rígido, su papel como sacerdote joven y honesto funciona como contrapunto a la oscuridad del resto.

El ritmo es irregular: la primera hora avanza con precisión, construyendo el misterio con paciencia y tensión. En el segundo acto, la narración se dispersa en subtramas que restan fuerza al núcleo del enigma, aunque le añaden trasfondo. Aun así, Johnson recupera el pulso en el desenlace, con una revelación que, aunque previsible para algunos, se sostiene por la carga emocional que conlleva.
La música de Nathan Johnson acompaña con sobriedad, evitando el exceso de dramatismo. Sus notas discretas refuerzan la atmósfera sin imponerse sobre la acción. En contraste, la fotografía sí se convierte en protagonista: los planos cerrados, los juegos de sombras y la paleta de colores fríos transmiten la sensación de que la verdad está siempre oculta, esperando ser iluminada.
Más allá de lo técnico, lo que distingue a Wake Up Dead Man es su mensaje. La película no se limita a resolver un crimen; busca reflexionar sobre la fragilidad de las instituciones y la necesidad de creer en algo, incluso cuando la fe se tambalea. El misterio se convierte en metáfora de la vida: todos somos sospechosos, todos ocultamos verdades, y la justicia rara vez es absoluta.
En conjunto, Wake Up Dead Man es una obra sólida, con momentos brillantes y otros menos logrados. Su mayor virtud es atreverse a ir más allá del entretenimiento, planteando preguntas incómodas sobre la fe, la verdad y la moral. Su mayor debilidad, en cambio, es cierta dispersión narrativa que resta intensidad al misterio central.
No es una película perfecta, pero sí una propuesta valiosa dentro del género. Como espectadora encuentro en esta obra una resonancia inesperada, ya que habla de lo mismo que me atrae en el cine: la condición humana, sus contradicciones y su búsqueda de sentido.
Al terminar de la película, queda la sensación de que Johnson nos recuerda que la verdad, como la fe, nunca es sencilla. Y quizá ahí radique su mayor logro: hacernos pensar que detrás de cada misterio, detrás de cada crimen, lo que realmente se esconde es la necesidad de comprendernos a nosotros mismos.
