Si tuviera que mencionar mi primer recuerdo con el cine de terror, sin duda hablaría de Freddy Krueger. Tendría seis años y me acuerdo de observar, escondido tras una puerta, como mis padres se distraían con Las pesadillas de Freddy, la serie que seguía la línea de Twilight Zone e Historias de la cripta y en la que el asesino del guante cuchillas ejercía como maestro de ceremonias para presentar cada uno de los episodios. No tengo ningún tipo de recuerdo negativo hacia la figura de Freddy, sino que estaríamos hablando más bien de fascinación hacia algo que había salido de la mente de algún tipo de genio; una fascinación acrecentada, obviamente, por la total prohibición de ver sus películas por parte de mis progenitores.
Iban pasando los años y yo me sentía tan cómodo paseando entre las estanterías de un videoclub, que mis padres empezaron a hacer el visto bueno para dejarme alquilar algunas películas, y entre estas estuvo Pesadilla en Elm Street (1984). La primera vez con Freddy no fue tan dura como había imaginado, pues nunca sentí miedo hacia el tipo de la cara quemada, llamadme valiente. Lo que sí sentí fue admiración hacia un director que había conseguido crear un personaje tan carismático que había llegado a protagonizar una saga de películas en las que mataba a los adolescentes en sus sueños. Y eso molaba, pese a que yo fuese un fiel fan de Jason Voorhees, no había que restarle mérito a Krueger.
Tal y como ya he comentado, una de mis mayores aficiones desde la infancia era la de pasear entre estanterías de videoclubs hasta llegar a la sección de terror, donde contemplaba fascinado aquellas gloriosas carátulas de los VHS y me leía todas las sinopsis. Es por ello que el nombre de Wes Craven ya me era más que familiar antes de haber visto sus películas. Lo conocía por las portadas de vídeo de Amiga mortal (1986), La serpiente y el arco iris (1988), Shocker, 100.000 voltios de terror (1989) y El sótano del miedo (1991), y una que me perturbaba de alguna manera u otra: La última casa a la izquierda (1972), película que mi señora madre había incluido en la lista negra —de la que formaban parte joyas como Holocausto caníbal y Posesión infernal— y que, por ende, necesitaba ver con más ganas.
Con 11 años y en plena efervescencia cinéfila preadolescente, un día quedé maravillado con el cartel promocional de una película que rezaba «próximamente». El film en cuestión no era otro que Scream: Vigila quién llama (1996), y su póster se podía leer eso de «Del maestro del suspense Wes Craven». Craven, ese director que había creado a Freddy Krueger y que firmaba algunos de los títulos más comunes en las estanterías todos los videoclubs de mi ciudad. Ese nombre ya era asociado al de calidad por mi aún inexperto conocimiento cinéfilo, por lo que sabía que no podía perderme ese estreno en cines.
Fue una pena perdérmela en pantalla grande, pero ahí estaba yo el mismo día en que salió en alquiler. La primera vez que vi Scream fue en el salón de casa, y me volvió loco de felicidad. Una película en la que hablaban de una de mis favoritas, La noche de Halloween (John Carpenter, 1978), y de muchas otras que conocía pero que aún no había visionado. Me parecía haber visto algunas de sus referencias en otras pelis y, sin comprender la grandeza que supone el ejercicio de metacine que es, comprendí que Ghostface pretendía ser al cine de los noventa lo que Freddy, Jason o Michael habían sido para las generaciones anteriores.
Pese a sonar a argumento más que trillado, al igual que para mucha gente de mi generación, Scream fue la película que me hizo comprender que el cine de terror es mucho más que sangre, chicas gritando y pasar miedo en una sala a oscuras. Y fue la que hizo catalogase a Wes Craven como el maestro del terror que es y será siempre.
Pese a una carrera un tanto irregular, marcada por un gran número de productos de serie B, el realizador de Cleveland pasará a la historia como uno de los más emblemáticos del cine de terror moderno, creador de una de las figuras míticas del celuloide, Freddy Krueger; y revitalizador del género hasta en tres ocasiones: en los años setenta escandalizó con la visceralidad de La última casa a la izquierda, sempiterno ejemplo de cine exploit con capacidad para escandalizar, cuya brusquedad invita a que el espectador reflexione entorno a la violencia; en los ochenta, época dorada del terror adolescente, su Pesadilla en Elm Street se convertía en emblema del género, convirtiendo a Freddy Krueger en el nuevo hombre del saco; para finalizar, en los noventa sería el encargado de revitalizar el slasher, parodiando las películas de décadas anteriores y adaptándolas a las nuevas generaciones.
Haciendo incursiones en el thriller con la reivindicable Vuelo nocturno (2005), en la comedia con Un vampiro suelto en Brooklyn (1995), y en el drama con Música del corazón (1999), la última etapa de Craven siguió la tónica de su filmografía anterior: productos de género hechos para disfrute de su público. Tras reírse del slasher en Scream, hizo lo propio con las secuelas del cine de terror en Scream 2 (1998); convirtió el Hollywood real en objeto de sátira en Scream 3 (2001), algo que ya había hecho con mejor resultado en La nueva pesadilla de Wes Craven (1994); e hizo lo propio con los remakes en la notable Scream 4 (2011), su última película y la que cerró un ciclo que él mismo había iniciado quince años atrás.
Hace ya una semana que nos enterábamos de la terrible noticia del fallecimiento de Craven, creador sobrado de talento que destacó tanto por una filmografía irregular como por ser el creador de varios hitos cinematográficos, y eso es lo que le hará perdurar en la memoria cinéfila para el resto de los días. Se fue una de las tres C del terror moderno (Carpenter, Craven y Cronenberg) y todos los aficionados al género hemos sentido que nos quedábamos algo huérfanos. Yo tan solo quiero darle las gracias por todo lo que me dio, porque gracias a una de sus películas llegué a amar el cine de terror tal y como lo hago hoy, sin más.
Un artículo de Javi Parra